Chile ingresó al purgatorio
El 25 de octubre pasado, los habitantes de Chile aprobaron por una amplia mayoría iniciar un proceso de cambio constitucional. Todo comenzó el 7 de octubre del 2019, cuando el gobierno aprobó un incremento de casi el 4% en las tarifas de metro. El 18 de octubre, grupos de manifestantes salieron a las calles de Santiago de Chile, incendiaron decenas de estaciones de metro y buses de transporte urbano, se produjeron saqueos y hubo muertos calcinados por los incendios. Los reclamos de los manifestantes eran demandas de un mejor acceso a los servicios de salud, educación, mejores pensiones y salarios. El presidente Piñera, quien había asumido en marzo del mismo año, decretó el estado de emergencia para controlar la situación con unos 10 mil policías y militares. En noviembre, se firmaba el Acuerdo por la Paz y una Nueva Constitución, estableciendo un plebiscito para aprobar o no el inicio del proceso constituyente. Aprobado el mismo por casi el 80% de los votantes, el siguiente paso llegará abril del 2021, cuando se realizará una nueva votación para elegir a los 155 ciudadanos independientes que conformarán la Convención Constituyente y tendrán hasta 12 meses para formular un nuevo texto constitucional. Durante el primer semestre del año 2022, la ciudadanía deberá aprobar, o no, la nueva constitución chilena.
Esta situación no solo tomó de sorpresa a los que venimos siguiendo la historia económica chilena de los últimos 30 años, sino también a muchos analistas políticos y economistas chilenos. Personalmente, visito Chile frecuentemente desde mediados de los años noventa y el progreso que uno observa cada vez que recorre el país es claro, evidente y contundente. Desde 1990 hasta la actualidad, la esperanza de vida ha aumentado de los 73 a los 80 años; la pobreza disminuyó del 36% al 8,6%; el ingreso por habitante aumentó (medido en paridad de compra) desde los U$S4.500 anuales a los U$S 25.000 (el más alto de Latinoamérica). No hay indicador social o económico en Chile que no muestre un avance significativo. En mi país, Argentina, en los últimos 45 años, la pobreza aumentó del 5% al 45% y el ingreso por habitante no ha mejorado. La decadencia argentina contrasta con el éxito chileno.
Desde 1990 hasta la actualidad, la esperanza de vida ha aumentado de los 73 a los 80 años; la pobreza disminuyó del 36% al 8,6%; el ingreso por habitante aumentó (medido en paridad de compra) desde los U$S4.500 anuales a los U$S 25.000 (el más alto de Latinoamérica).
Entonces, ¿qué es lo que sucedió en Chile para forzar al gobierno a convocar un plebiscito para cambiar la constitución? Porque esta misma constitución es la que dio el marco institucional para que el producto bruto de Chile aumentara en los últimos 30 años un 300%, pasando de los U$S 77.000 millones a los U$S 290.000 millones. Los grupos que más impulsan este cambio podrían encasillarse en lo que uno denomina como centro izquierda e izquierda más extrema en términos político-ideológicos. Reclaman la falta de equidad en los ingresos y el acceso a los servicios educativos o de salud. Pero, según el Banco Mundial, la desigualdad en Chile disminuyó (en términos del índice Gini) casi el 25% desde 1990. De todas maneras, lo importante no sería la desigualdad de ingresos y patrimonios, sino el nivel de ingresos. Como dijimos más arriba, el ingreso promedio se multiplicó por 5 y la pobreza se redujo a la quinta parte de lo que era hace 3 décadas.
¿Entonces? Busquemos más datos que puedan explicar este descontento de la población. En los años 90, el crecimiento de la economía promedio fue de un 7% anual. Desde el 2000 al 2013 continuó el crecimiento, pero a una tasa menor: el 4,5% anual. Finalmente, entre 2014 y 2019 ha sido del 2% por año. Para este año, se espera una caída del 6%. En términos de desempleo, este indicador se mantuvo en un promedio del 7,8%. Este año se incrementaría un 50%, pasando al 11,4%. Puede ser que el menor crecimiento a lo largo de las últimas dos décadas haya provocado la percepción de que las cosas estaban empeorando; y que el “salto” en el desempleo de este año haya sido la chispa que desencadenó este proceso. Habitualmente, las personas no tienden a analizar en perspectiva de largo plazo su situación personal. Esta perspectiva en el caso de Chile, y específicamente en términos de bienestar material, nos muestra una mejora evidente. O quizás haya sucedido lo contrario: que el éxito logrado haya disparado una mayor demanda de bienestar. Lo llaman el “malestar del éxito”. O podríamos denominar como “la maldición del éxito”: una situación en la que, llegado a un nivel de desarrollo como el chileno, con una economía que podríamos categorizar como “casi desarrollada” o a las puertas de ingresar en el “club” de los países desarrollados en términos de ingreso per cápita, los habitantes empiezan a demandar un “reparto” mayor de los frutos logrados. Es la percepción, por parte de un sector de sus habitantes, de que los ingresos podrían redistribuirse en mayor medida hacia los sectores menos favorecidos, ya que la riqueza acumulada en las últimas décadas es tan alta que esto no afectaría demasiado a los sectores “privilegiados”.
Habitualmente, las personas no tienden a analizar en perspectiva de largo plazo su situación personal. Esta perspectiva en el caso de Chile, y específicamente en términos de bienestar material, nos muestra una mejora evidente.
Independientemente de las causas por las cuales una mayoría de personas apoyaron los cambios constitucionales con el objetivo de demandar “más salud, más educación, más pensiones y más ingresos”, está claro que lo que demandan es un tamaño del Estado más grande. En otras palabras, demandan un aumento en el gasto público que permita financiar “gratuitamente” algunos bienes y servicios que hoy requieren una transacción entre privados.
Independientemente de las causas por las cuales una mayoría de personas apoyaron los cambios constitucionales con el objetivo de demandar “más salud, más educación, más pensiones y más ingresos”, está claro que lo que demandan es un tamaño del Estado más grande.
Como Santa Claus y los Reyes Magos, sabemos que no existen y que las cosas no son gratis. El Estado puede ofrecer más bienes y servicios en tanto en cuanto consiga financiamiento para eso. Si la ciudadanía chilena aprueba una nueva constitución que permita incrementar las prestaciones “gratuitas” del Estado, eso significará, lisa y llanamente, una mayor carga tributaria o un mayor endeudamiento público (que significa una mayor carga tributaria futura), o ambas a la vez. Aún resta ver cuáles son las propuestas que los candidatos a ocupar los 155 lugares de la Convención Constituyente tienen para ofrecer al electorado, pero a la vista de los acontecimientos creo que tendrán un perfil “redistribucionista”. Y, muy probablemente, en el 2022, dichas propuestas, que quedarían plasmadas en la nueva Carta Magna, serán aprobadas por la ciudadanía.
¿Qué le puede pasar a la economía de Chile en estos próximos 18 meses? No hay peor escenario para aquellos que tienen que tomar decisiones de inversión, producción y contratación de empleados que la incertidumbre. El contexto actual de pandemia y medidas de confinamiento, que han provocado caídas abruptas en el nivel de actividad e incrementos enormes en el desempleo, se mezclará con la incertidumbre propia de este proceso de cambio constitucional. La incertidumbre respecto al futuro de las reglas del juego en Chile tiene efectos inmediatos, ya que los empresarios estarán en una situación de “wait and see” hasta mediados del 2022, cuando se conozca con precisión cuál será el nuevo marco institucional del país. En los últimos 30 años, solo ha habido dos de recesión en Chile: 2009 (crisis internacional) y 2020 (pandemia-cuarentena). La probabilidad de que el 2021 y el 2022 sean un período de bajos niveles de inversión y de falta de creación de empleo es alta para Chile.
AVISO IMPORTANTE: El análisis contenido en este artículo es obra exclusiva de su autor. Las aseveraciones realizadas no son necesariamente compartidas ni son la postura oficial de la UFM.