El IVA: el tiro en el pie del Estado
La soberbia detrás del diseño institucional
Siempre me ha llamado mucho la atención la pretensión que existe de desafiar la realidad por medio del derecho, siendo uno de los principales monopolios del Estado y reduciéndose actualmente a la manifestación de la voluntad del gobernante a través de la legislación —a través de esta se pretende acabar por decreto, por ejemplo, con la violencia, por medio de la prohibición de portar armas—. Recuerdo, cuando era estudiante de Derecho, cómo un profesor en particular mencionaba cómo la Constitución de 1991 en Colombia se diseñó justamente con el objetivo específico de superar la desigualdad y la pobreza que décadas atrás habían sido causadas por el “neoliberalismo.” Con este propósito, se introdujo el Estado social de derecho y, con ello, el aumento del gasto estatal.
Por decreto no se puede acabar con la ley de gravedad, así como no se pueden desafiar otras condiciones generales de la acción humana, como la desigualdad o la pobreza. Aquella es —mejor— un pilar de la libertad, sin la cual no habría intercambio posible alguno y, por ende, no habría mercado. Se intercambian precisamente situaciones desiguales: una de un grado de satisfacción inferior por una de un grado de satisfacción superior. La pobreza es nuestro estado natural —de carencia, de oferta contraída de bienes presentes—, la cual está llamada a ser superada a partir de la expansión de tal oferta, por medio de la producción o la apropiación originaria —y no por decreto—.
Reforma tributaria en Colombia
Se puede afirmar que la misma intención subyace no solo a cualquier reforma tributaria, sino en particular también a la que está por ser discutida en Colombia. Inicialmente, en abril de 2021, se habría presentado un proyecto de reforma tributaria. Entre otras cosas, ese proyecto tenía la intención de ampliar en tiempo y espectro ciertos programas de subsidios a la población, ampliar la base gravable de algunos impuestos, crear otros y aumentar tarifas. Siguiendo cualquier esquema tradicional de finanzas públicas, se pretendía aumentar el gasto público y el ingreso tributario del Estado colombiano. A través de una institución jurídica, se pretendía dar un paso más para terminar eventualmente con la pobreza. El derecho fue llamado, de nuevo, a cumplir una tarea que no solo no le corresponde, sino que le es imposible.
Ese proyecto fue retirado del Congreso de la República por parte del Ejecutivo, respondiendo a la presión de varias y sangrientas protestas en el país. Ahora bien, el texto que promete reemplazar aquel que fue retirado, en realidad, será una versión reestructurada, pero buscando lo mismo por medios similares.
Gran parte de las propuestas electorales —tanto de los burócratas de alto nivel que ahora gobiernan como de los que esperan hacerlo pronto— se enfocan en aumentar el número de personas beneficiarias de subsidios. Esto necesariamente vendrá acompañado de algún tipo de aumento de impuestos. Ahora bien, una de las estrategias del texto de la reforma que no fue, y que seguramente tendrá algún tipo de eco en la que vendrá en las próximas semanas, es aumentar o bien el porcentaje del IVA —el impuesto sobre las ventas en Colombia— o el número de bienes y servicios que lo pagarán. Se debe establecer que el IVA en Colombia se cobra con una tarifa general de 19 % y se aplica a la venta de bienes y servicios, pudiendo ser exentos, no sometidos, excluidos o gravados. Es uno de los impuestos indirectos más altos de la región.
Con el objetivo de aumentar ingresos tributarios corrientes del Estado, se recurre al IVA con la convicción de estar en perfecto control de sus efectos. Este impuesto se considera, dentro de todo, como uno de los más benignos frente al resto dentro del repertorio. Se espera que el porcentaje del IVA, sencillamente, se pase de los productores a los consumidores. Como si fuera un misil dirigido a una guarnición militar, se descarta por completo que aquel fuera a impactar en el hospital vecino. Lamentablemente, esto no es así. De la misma forma en la que un decreto no puede investir a los individuos de facultad alguna para desafiar la ley de gravedad, las leyes naturales del mercado se encargarán que los planes de aquellos que diseñan el impuesto y sus consecuencias terminen teniendo efectos colaterales.
El impuesto a las ventas: el tiro en el pie
De acuerdo con la sabiduría convencional, cualquier impuesto a las ventas incrementa el costo de producción de lo vendido y se le traslada a los consumidores por medio de un aumento en el precio de venta. Contrario a esto, los precios no son determinados por los costos de producción. De hecho, el valor de los factores de producción es determinado en últimas por los precios que reflejan las valoraciones de los consumidores. Los precios son determinados por la oferta y la demanda. Un impuesto a las ventas no tiene por qué afectar la agenda de demanda de los consumidores. Los precios son puntos máximos de ganancia anticipados por los empresarios. Son, por ponerlo de otra manera, aquella suma máxima de dinero que consideran pueden pedir los empresarios a sus compradores sin ahuyentarlos de la venta. Cualquier precio por encima de aquel punto, en la mente del empresario, terminaría logrando justamente lo contrario, disminuyendo a su vez sus ganancias. Siendo así, no es posible trasladar el impuesto a las ventas al consumidor, puesto que no tendría por qué aumentar el precio de venta.
Dado el caso, por ejemplo, en el que las ventas de algunos productos comiencen a ser gravadas en un 19 %, no será tan simple concluir que ese porcentaje se trasladará a los precios finales de esos productos. Tales precios ya se encuentran en su punto máximo de ganancia neta. Además, ni la oferta ni la demanda se habrán visto afectadas por la vigencia del impuesto. Mientras no ocurra un aumento de la demanda o una disminución de la oferta —sin tomar en consideración por ahora el poder adquisitivo del dinero—, los precios no tendrían razón para subir debido al impuesto. Es más, si es que a los empresarios fuera posible aumentar los precios debido a un impuesto a las ventas, aquellos habrían aumentado los precios sin necesidad de esperar a que entrara a operar el impuesto. Todos vendemos al mayor precio posible. Si el estado de la demanda lo permitiese, los empresarios hace ya un buen rato habrían aumentado los precios de venta.
Algo totalmente contrario sucede con el IVA —y es lo que sucederá en la reforma tributaria que viene—. El efecto principal de un impuesto como este es que reduce el ingreso de los empresarios en la misma cuantía del impuesto. En un menú de un restaurante cualquiera, se puede ver que un plato vendido por 1000 cubre un IVA de 190. Lo que está sucediendo no es que a un precio de 810 se le ha sumado 190. Por el contrario, el precio a los ojos del consumidor es de 1000; el empresario sabe esto, y solo le restará al empresario sacar de sus ingresos para pagar esos 190. En el largo plazo, los empresarios no pagan este impuesto. Persiguiendo ganancias, de reducirse estas considerablemente o desaparecer, irán en busca de unas nuevas donde sea posible. Tendrán que renunciar a parte de sus ganancias para cumplir con el impuesto, lo que resultará en menor cantidad de producción y, a su vez, en una disminución de la demanda de ciertos factores de producción.
Así, frente al resto de impuestos, el IVA termina siendo uno particularmente dañino. Su efecto último es que causa pobreza en los dueños de ciertos factores de producción —cuya cara más visible suele ser la de los trabajadores—. Por supuesto que también aumentarían los precios, pero no por ser trasladado el impuesto a estos, sino por la reducción del número de empresas interesadas en la producción.
Por otro lado, tampoco se debería contar con el aumento de los ingresos tributarios corrientes del Estado a causa de este impuesto. A menor cantidad de ingresos de una buena parte de la población, mucho más aboca la población al consumo presente; ya que termina asociando cualquier ahorro presente con un alto grado de probabilidad de expropiación futura. No habrá razón para ahorrar y producir si lo uno y lo otro serán arrebatados en impuestos.
No solo el derecho habrá sido llamado al frente para no poder lograr, una vez más, lo imposible; sino que terminará dirigiendo el misil hacia el hospital vecino de la guarnición militar al crear cada vez más pobreza —y dejando pendiente el cumplimiento de la promesa cierta de una futura reforma tributaria, año a año—.
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