¡A la salud del Estado! El impuesto a las bebidas azucaradas
Siendo perfectamente consecuente con su intención de controlar la vida de los individuos, el Gobierno actual de Gustavo Petro está proponiendo un impuesto a las bebidas azucaradas —dentro de la reforma tributaria que actualmente se discute en el interior del Congreso de la República—.
Enfrentando poco menos que una oposición mínimamente efectiva, con aquel impuesto se promete, por un lado, proteger a los individuos de sus propias elecciones y, por otro lado, castigar las ganancias de los productores, vendedores e importadores de aquellas bebidas con cierto contenido de azúcar. La tarifa del impuesto se calculará en función de la concentración de azúcar en gramos por cada 100 mililitros, teniendo como principal beneficiario al Estado colombiano.
La popularidad del impuesto saludable
El impuesto a las bebidas azucaradas forma parte de un tipo de impuesto bastante popular en nuestros —extraños— tiempos: el impuesto saludable. Es una especie de impuesto que ha sido diseñado con la supuesta precisión de un misil para disminuir el consumo de azúcar —y nada más—.
Así, el ministro de Hacienda, José Antonio Ocampo, asegura que se trata de un impuesto pigouviano, con el que se busca reducir las externalidades negativas del consumo de azúcar. Esas externalidades negativas se observan, dice el ministro, en los altos costos que el servicio público de salud suele asumir con el tratamiento de enfermedades cardiovasculares y diabetes. Además de intentar impactar negativamente el consumo de aquellas bebidas, pretende el Estado, con el impuesto, que los productores de aquellas bebidas reformulen sus procesos de producción.
Así, el ministro de Hacienda, José Antonio Ocampo, asegura que se trata de un impuesto pigouviano, con el que se busca reducir las externalidades negativas del consumo de azúcar.
Es muy curioso, por cierto, que uno de los más importantes argumentos del Estado colombiano sea mitigar aquellas externalidades negativas en costos del sistema de salud. Este, en Colombia, es un servicio cuyo control descansa completamente en el Estado, bien sea por medio de asumir el mismo Estado la producción directa del servicio de salud o por medio de un estricto sistema de regulación de licencias, tarifas e impuestos que intervienen en la producción del servicio, resultando en una tímida manifestación privada en la producción de este.
Se nos ocurre que una medida más eficiente para mitigar aquellas externalidades sería dejar de insistir en la producción del servicio por medio de la socialización de los medios de producción y permitir que sea por medio del proceso del mercado libre que se preste el servicio, atendiendo a las necesidades más urgentes, de acuerdo con su manifestación por medio del sistema de precios. Así, los sacrificios que se asumirán en la producción del servicio serán muy probablemente aquellos que ameritarían la satisfacción de las necesidades en salud de los individuos.
Asumiendo que haya sido por una leve distracción que el ministro Ocampo no haya contemplado esta —genial— solución, son al menos dos puntos desde los cuales podríamos arrojar importantes críticas a ese «bienintencionado» impuesto.
Una medida más eficiente para mitigar aquellas externalidades sería dejar de insistir en la producción del servicio por medio de la socialización de los medios de producción y permitir que sea por medio del proceso del mercado libre que se preste el servicio.
¡A la salud del Estado!
Arrogándose el conocimiento acerca del grado óptimo de salud de los individuos y con el objetivo de mejorar la salud de aquellos a ese nivel, con el impuesto a las bebidas azucaradas se quiere que esos individuos consuman menores cantidades de azúcar —hasta, incluso, eliminarlo de sus respectivas dietas—.
No en vano, en la exposición de motivos de la reforma tributaria, discutiendo ese impuesto, el ministro de Hacienda reconoce que Colombia es uno de los pocos países en Latinoamérica que no cuenta con un impuesto a las bebidas azucaradas —es decir, que, al menos en ese sentido, Colombia sería un país con mayor grado de libertad— y que, con la entrada en vigencia del impuesto, el resultado sería que el consumo de azúcar en este país disminuyera a los mismos niveles de otros países.
La idea detrás de esto es imponer costos a las elecciones de los consumidores —es decir, de todos nosotros—. Mientras el Estado realmente está tiranizando y moldeando aquellas elecciones individuales, aquello lo presenta como si en realidad estuviera facilitando y expandiendo tales elecciones, enviando algún tipo de señal a los consumidores. Dicho de otra manera, y cómo se puede ver en varias entrevistas a los diseñadores de este impuesto, se presenta como una verdadera elección el hecho de que las acciones de los consumidores se dejan controlar sumisamente por las élites políticas e intelectuales, quienes estarían, en realidad, forzando sus propios fines y preferencias por medio del impuesto al resto de la población.
La idea detrás de esto es imponer costos a las elecciones de los consumidores.
De esta forma, y no pudiendo en realidad el Estado identificar las verdaderas preferencias de los individuos —por no poder calcular económicamente a la hora de asignar recurso alguno—, le es absolutamente imposible a cualquier agente estatal conocer realmente la valoración que experimenten los consumidores sobre algo tan subjetivo como sus estados de salud, únicamente restándole imponer sus propias valoraciones y preferencias sobre los demás. No es la salud de las personas la que se está favoreciendo, entonces, sino la salud de los agentes estatales.
Existe un gran problema con esto desde un punto de vista estrictamente libertario. El impuesto saludable a la venta de bebidas azucaradas parte de la premisa de que al Estado, por medio de la legislación, le compete la autoridad de cuidar a los consumidores de sus propias dietas. Una vez se acepta que la función propia del Estado es proteger a los individuos de los eventuales efectos nocivos de sus propias elecciones, en realidad no queda ningún ámbito de consumo que esté por fuera de la interferencia estatal. A partir de aquel reconocimiento, se le brinda al Estado carta blanca para controlar absolutamente todo lo que consumamos —pues es por nuestro bien—.
Así, los presupuestos que subyacen al argumento de restringir el consumo de azúcar —al igual que el consumo de cualquier narcótico— implican que el control que ejerce el Estado sobre el consumo individual no conoce límite alguno. El Estado se reclama así mismo como dueño absoluto del bienestar individual. La pregunta no es, entonces, si el Estado debería o no imponer ciertas restricciones sobre la libertad de los individuos, sino cuál sería la extensión de tales restricciones.
La pregunta no es, entonces, si el Estado debería o no imponer ciertas restricciones sobre la libertad de los individuos, sino cuál sería la extensión de tales restricciones.
No hay necesidad de discutir los efectos dañinos del consumo de azúcar. Dependiendo del individuo, una menor o mayor cantidad de azúcar consumida será más o menos dañina desde un punto de vista estrictamente fisiológico. La discusión de fondo no es esta, en realidad. El que sea dañino el consumo de azúcar, cocaína o carne está lejos de demostrar que el Estado deba interponerse para suprimir sus respectivos consumos. De hecho, cualquiera que esté convencido de los daños del consumo de bebidas con ciertos grados de concentración de azúcar puede perfectamente llevar una vida en la que se abstenga de su consumo, sin que tengan que imponer sus decisiones sobre el resto de nosotros, que reconocemos cierta maximización de utilidad en su consumo.
De hecho, si es que acaso a la mayoría de individuos, por principio, se le concede el derecho de imponer su estilo de vida a los demás, es imposible concebir límite alguno a las prohibiciones dirigidas al consumo de cualquier cosa que se considere por parte de aquellos como peligrosa. En este sentido, y con el afán de proteger a los individuos de los peligros de sus propias acciones, el Estado puede controlar el consumo de, por ejemplo, ideologías peligrosas. Ello quiere decir que el Estado puede controlar lo que los individuos ven, escuchan, leen, hablan, aprenden, enseñan, etc., siempre y cuando a esto le anteceda lógicamente la intención de proteger a los individuos de los resultados de sus acciones.
Ello quiere decir que el Estado puede controlar lo que los individuos ven, escuchan, leen, hablan, aprenden, enseñan, etc., siempre y cuando a esto le anteceda lógicamente la intención de proteger a los individuos de los resultados de sus acciones.
No podemos decir realmente que el impuesto a las bebidas azucaradas abre la puerta para que el Estado controle todo aquello que consumamos, que a su vez considere nocivo. De hecho, el solo concebir este impuesto en la actual reforma tributaria del Gobierno de Gustavo Petro ya parte de esa tenebrosa premisa. Lo que sí podemos decir es que, de una manera aterradora, es una manifestación más —¡una más!— del reclamo efectivo que hace el Estado de la propiedad sobre nosotros mismos, que no tiene límite. Esto en particular merece un certero reproche moral.
El impuesto a las ventas de bebidas azucaradas: el misil que no impacta al batallón, sino a la escuela vecina
Además del reproche ético que podemos hacer a este impuesto, este también merece una breve discusión de sus efectos económicos. Nos apresuramos a decir que no se contendrán a los anticipados por el Estado, que están relacionados principalmente con la reducción en el consumo.
No sabemos realmente si el consumo de esas bebidas con cierta concentración de azúcar disminuirá, como asegura el ministro Ocampo que ha sucedido en otros países. De ser altamente inelástica la demanda de estas bebidas, una subida drástica del precio no desplazará considerablemente la cantidad demandada. Sin embargo, siendo básicamente un impuesto a la venta de esas bebidas, es necesario ir en contra de la sabiduría tradicional y afirmar que un impuesto así afectará a los ingresos de ciertos dueños de factores de producción.
De ser altamente inelástica la demanda de estas bebidas, una subida drástica del precio no desplazará considerablemente la cantidad demandada.
Mientras que los vendedores en general determinan sus puntos máximos de ganancia neta a partir de los costos de producción, los precios en realidad no se determinan en función de esos costos, sino a partir de la coordinación de la oferta y la demanda. Los precios, partiendo de una concepción subjetiva del valor, son razones de intercambio, determinados por la interacción entre oferta y demanda.
Así, los vendedores de bebidas azucaradas toman en cuenta los costos de producción a la hora de proponer un precio a los consumidores, pero también tienen en cuenta la propensión marginal del consumidor a renunciar a cierta cantidad de dinero a cambio de aquellos productos. Anticipando cuál sería la cantidad máxima de dinero a la que estaría dispuesto a renunciar el consumidor, el vendedor suele anticipar que no podrá aumentar los precios una vez entrado en funcionamiento el impuesto sobre esa venta.
En realidad, lo que sucede, siguiendo esta línea de argumentación, es que el vendedor de esas bebidas actúa como un recaudador gratuito del impuesto, pero, para pagarlo, deberá necesariamente utilizar sus ganancias, no pudiendo trasladarlo al consumidor en la venta. Ahora bien, no todos los empresarios son iguales, queriendo decir con ello que no todos los empresarios tienen la misma estructura de costos en sus operaciones. Así, habrá algunos que vean sus ganancias disminuidas sin afectarles mucho; otros que las vean disminuidas considerablemente, hasta el punto de no valer más la pena seguir vendiendo, y otros que vean desaparecer por completo tales ganancias, dejando así de ser empresarios en favor de los consumidores.
Los precios, partiendo de una concepción subjetiva del valor, son razones de intercambio, determinados por la interacción entre oferta y demanda.
Tomando en cuenta los últimos tres casos, ello se traduce en una reducción de la oferta en la producción y venta de bebidas azucaradas. Al haber menos cantidad de empresarios vendiendo estos productos, menor será la demanda de factores de producción —bienes de capital, tierra y trabajo—. Siendo así, aquellos dueños de factores de producción que no pudieron trasladarse a la producción de algún sustituto de bebidas azucaradas, los dueños de los factores de producción específicos, verán sus ingresos reducidos como resultado de la reducción de la demanda por ellos en primer lugar.
Al final, puede que el consumo de esas bebidas disminuya, lo cual dependerá de lo elástica que sea esa demanda. Sin embargo, también aumentará el precio de esas bebidas, no por haberse trasladado el costo en términos de mayores precios, sino por la contracción de la demanda como resultado del pago del impuesto —a la par de que se empobrece a parte de la población al verse disminuido su ingreso en términos de bienes presentes—. Contraída la oferta en favor de los pocos empresarios que podrán sobrevivir el impuesto, se disminuye la intensidad de la competencia, resultando esto en una inferior calidad de esas bebidas, en perjuicio de los consumidores.
Se apunta el misil que es el impuesto a un objetivo específico, destruyéndose, pero también con cuantiosos y graves daños colaterales. El impuesto a la venta de bebidas azucaradas, en el fondo, no es un impuesto a las ventas, sino que termina siendo un impuesto al ingreso de esos dueños de factores de producción más específicos. Esto, probablemente, resultará en productos incluso más dañinos para los consumidores, ya que los incentivos para mejorar esas bebidas serán bajos. El ingreso, por ejemplo, de muchos trabajadores de empresas que venden bebidas azucaradas termina siendo la escuela llena de niños que es destruida.
Esto, probablemente, resultará en productos incluso más dañinos para los consumidores, ya que los incentivos para mejorar esas bebidas serán bajos.
Conclusión
El impuesto a las bebidas azucaradas, tal y como se lee en el actual proyecto de reforma tributaria del actual Gobierno de Colombia, no solo parte de los mismos presupuestos a partir de los cuales el Estado no encuentra límite en el control que ejerce sobre las vidas de los individuos con los cuales sostiene una relación hegemónica, sino que, además, tendrá efectos económicos sumamente perjudiciales sobre una población que año tras año se ha visto progresivamente empobrecida por todos los impuestos que resultan de los ingenios de los gobernantes de turno.
No solo debe ser el objeto de la más irrestricta crítica moral, sino que debe ser denunciada en cada esquina como un agente más que hunde cada vez más en la pobreza a la población colombiana.
AVISO IMPORTANTE: El análisis contenido en este artículo es obra exclusiva de su autor. Las aseveraciones realizadas no son necesariamente compartidas ni son la postura oficial de la UFM.