Martí Jiménez Mausbach / / 28 de julio del 2020

Instituciones políticas, confianza y capital social

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Desde Adam Smith, una de las principales preocupaciones de los economistas ha sido analizar los factores que determinan el crecimiento económico de los países y explicar las diferencias en términos de renta per cápita. ¿Por qué naciones que comparten muchos elementos comunes, como el clima, la cultura, la religión, la historia o la dotación de recursos naturales, tienen o han tenido en el pasado un comportamiento económico divergente? 

Hoy sabemos que la competitividad de un país depende fundamentalmente de su capacidad de acumular capital —capital físico (equipos, maquinaria, infraestructuras), capital financiero (recursos monetarios) y capital humano (conocimientos, formación, cualificación)— en un entorno institucional que favorezca no solo esta acumulación de capital, sino también la coordinación e interacción entre los actores y factores productivos implicados. Las instituciones constituyen un factor clave para explicar las diferencias entre países en términos de crecimiento económico, enfoque que supuso el nacimiento de la llamada Nueva Economía Institucional (NEI) (Coase 1960; North 1990). 

Las instituciones son las reglas del juego de una sociedad, el conjunto de restricciones que modulan y estructuran los incentivos del intercambio humano. Según esta aproximación, el diseño del marco institucional determina el número y el coste de las transacciones que se llevan a cabo en una economía, influyendo así en el crecimiento económico del país (Olson 1982; Acemoglu et al.  2001; Easterly y Levine 2003).

El diseño del marco institucional determina el número y el coste de las transacciones que se llevan a cabo en una economía, influyendo así en el crecimiento económico del país.

Por calidad institucional entendemos unas administraciones que actúan de forma imparcial (Rothstein y Teorell 2009) y que tienen vocación inclusiva (Acemoglu y Robinson 2012). Cuando las instituciones de un país son percibidas como parciales o extractivas, el país sufre bajo crecimiento económico, baja inversión, devaluación monetaria, mayor fraude fiscal, mayor desigualdad, tasas mayores de criminalidad, mayor deterioro medioambiental y mayores riesgos para la salud y la seguridad (Holmberg, Rothstein y Nasiritousi 2009; Rose-Ackerman y Palifka 2016).

El diseño institucional estructura los incentivos del intercambio humano y, en consecuencia, afecta a nuestra vida cotidiana. En países con baja calidad institucional, los mejores estudiantes abandonan las carreras científicas, técnicas y creativas para labrarse contactos que les permitan medrar profesionalmente. También, los ciudadanos consumen antibióticos de forma desproporcionada, aumentando las probabilidades de expansión de las superbacterias resistentes (Rönnerstrand y Lapuente 2017). Paradójicamente, los países con baja calidad institucional también tienden a sobrerregular la economía: cuando el ciudadano desconfía del Gobierno y de sus conciudadanos, exige mayores controles y burocracia (Charron, Harring y Lapuente 2019)

En países con baja calidad institucional, los mejores estudiantes abandonan las carreras científicas, técnicas y creativas para labrarse contactos que les permitan medrar profesionalmente.

La calidad institucional explica por qué países con un tamaño del sector público tan heterogéneo como Dinamarca (49,6% del PIB) y Singapur (13,8% del PIB) presentan unos indicadores de calidad de vida tan elevados y por qué han respondido de manera rápida y eficaz a la actual pandemia. Dinamarca y Singapur tienen distinta “cantidad de gobierno”, pero casi idéntica “calidad de gobierno”. Por el contrario, los países con una tasa de mortalidad más elevada hasta la fecha —Reino Unido, España, Italia y Bélgica— son también los países donde la calidad de gobierno (Government Effectiveness Index) se ha visto deteriorada en mayor medida en los últimos 20 años (Rodríguez-Pose 2020).

Dinamarca y Singapur tienen distinta “cantidad de gobierno”, pero casi idéntica “calidad de gobierno”.

El desempeño institucional está condicionado, en gran medida, por las interacciones, normas y redes sociales, lo que conocemos como capital social. La reciprocidad generalizada limita eficientemente las conductas oportunistas, lo que conduce a un incremento en el nivel de confianza social (Ostrom y Ahn 2001). En términos de teoría de juegos, las redes de intercambio social (asociaciones de vecinos, sociedades corales, cooperativas, clubes deportivos) incrementan la repetición y la cercanía de las relaciones, aumentando la confianza: los individuos confían en que se verán otra vez o sabrán unos de otros nuevamente. 

El capital social también facilita la cooperación entre individuos desconocidos que no han tenido contacto previo entre sí. Por ejemplo, cuando llevamos el coche al mecánico: lo relevante no es tanto si conocemos al mecánico en cuestión, sino que exista una estructura institucional que obligue al mecánico a cumplir con su deber y que nos permita a nosotros, como consumidores, confiar en que nuestros intereses serán satisfechos. Es en el marco de esta combinación de conocimiento e ignorancia, de esta indiferencia cuidadosa, donde se producen interacciones que ofrecen seguridad, reduciendo los requisitos de información para la cooperación social estable (Luhmann 1996).

Cuando llevamos el coche al mecánico: lo relevante no es tanto si conocemos al mecánico en cuestión, sino que exista una estructura institucional que obligue al mecánico a cumplir con su deber y que nos permita a nosotros, como consumidores, confiar en que nuestros intereses serán satisfechos.

En su obra impulsada por el Banco Mundial, Elinor Ostrom (1990) analiza las especificidades del capital social respecto al capital físico: (i) el capital social no se desgasta con el uso, sino más bien con el desuso; (ii) es difícil de construir a través de intervenciones externas y (iii) las instituciones políticas pueden facilitar o complicar la formación de capital social tanto fortaleciendo como deteriorando las redes de intercambio social al margen del Estado.

Al mismo tiempo, en contextos donde el capital social es elevado y predomina la confianza en los otros, las políticas gubernamentales gozan de mayor credibilidad y los ciudadanos dedican menos recursos a protegerse de los posibles ataques a sus derechos de propiedad favoreciendo así la inversión (Coleman 1990). Por otro lado, en países con alto capital social, los ciudadanos suelen confiar en sus cargos públicos, lo que no impide, sin embargo, que simultáneamente exijan pruebas de virtud a través de los controles institucionales pertinentes. 

Calidad institucional y capital social se refuerzan mutuamente en una relación virtuosa que permite a los países sobreponerse a retos como la actual pandemia. ¿Cómo reforzar ambas dimensiones? Pregunta abierta para el siguiente capítulo… 

AVISO IMPORTANTE: El análisis contenido en este artículo es obra exclusiva de su autor. Las aseveraciones realizadas no son necesariamente compartidas ni son la postura oficial de la UFM.

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Martí Jiménez Mausbach

Vicepresidente y director de investigación del Instituto Ostrom (España). 

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