Annelisse Escobar / / 30 de julio del 2020

¿Qué incentivo tenemos para pensar racionalmente acerca de la política?

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La democracia no es un mercado, es un común. Los votantes individuales no adquieren políticas públicas con sufragios, sino que emiten su voto hacia una fosa común. El resultante social dependerá del contenido promedio que el grupo haya depositado en esa fosa. Bryan Caplan, en su libro “El mito del votante racional”, argumenta que la razón principal por la que somos complacientes con la democracia es porque los fallos son difíciles de visualizar.

Bajo este contexto, Caplan presenta la curva de la demanda de la irracionalidad en la toma de decisiones. Para analizar este concepto, es importante primero entender qué incentivos tenemos para pensar racionalmente sobre la política. Según Caplan, frases tales como “las políticas públicas son malas porque son irracionales” son una falacia de composición (hacer creer que lo que es cierto para uno lo es para el todo). La democracia permite a un individuo disfrutar de los beneficios psicológicos de las creencias irracionales sin costo alguno para sí mismo. Sin embargo, las compensaciones derivadas no son socialmente óptimas; la democracia enfatiza los beneficios psicológicos de los ciudadanos a expensas de su nivel de vida material.

La democracia enfatiza los beneficios psicológicos de los ciudadanos a expensas de su nivel de vida material.

En el área del public choice, a este acercamiento se le conoce como irracionalidad racional. El mismo busca enfatizar tanto sus puntos de afinidad como de diferencia con la ignorancia racional. Ambos tratan los sesgos cognitivos como una opción que responde a incentivos. La diferencia es que la ignorancia racional supone que las personas se cansan de la búsqueda de respuestas correctas, mientras que la irracionalidad racional considera que las personas las evitan activamente. Esto último regresa al énfasis de los beneficios psicológicos de los votantes y el cortoplacismo que impera cuando se emite un voto.

El mismo busca enfatizar tanto sus puntos de afinidad como de diferencia con la ignorancia racional.

La irracionalidad racional no implica que las opiniones políticas carezcan de fundamento o sentido, pero las pone en tela de juicio. La irracionalidad racional implica que la gente demande irracionalidad, tal y como lo muestra la siguiente curva. El precio de la irracionalidad es la cantidad de riqueza que un individuo sacrifica implícitamente al consumir otra unidad de irracionalidad. Al incrementar el precio de la irracionalidad, la cantidad consumida disminuye; al disminuir el precio de la irracionalidad, la cantidad consumida aumenta. Ser completamente racional significa consumir cero irracionalidades.

El precio también disminuye cuando no hay consecuencias prácticas. Entonces, ¿qué nos haría querer ser más racionales? Es decir, consumir menos racionalidad. Si los costos de informarse al votar, por ejemplo, fueran más bajos, tendríamos un mayor incentivo para hacerlo y las políticas públicas podrían tomar un rumbo distinto. El acceso a la información posee altos costos de transacción que moldean el sistema político en el que el votante debe decidir. 

La demanda podría ser una línea vertical, incluso. Esto supone que el actor no desea ser racional a ningún precio. Claro, esta visión superpuesta en un escenario de decisión colectiva nos hace regresar al punto inicial. Las decisiones se ponen en un pozo común y tiene consecuencias para el todo.

AVISO IMPORTANTE: El análisis contenido en este artículo es obra exclusiva de su autor. Las aseveraciones realizadas no son necesariamente compartidas ni son la postura oficial de la UFM.

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Annelisse Escobar

Egresada del Instituto de Estudios Políticos y Relaciones Internacionales con especialización en comercio exterior. Le interesa la economía política y el desarrollo económico.

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