Olav Dirkmaat / / 14 de octubre del 2022

Igualdad y libertad: valores incompatibles

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El otro día escuché en la radio una entrevista con los representantes de un «nuevo movimiento político» en Guatemala. Cuando el entrevistador les preguntó por su «ideología», contestaron que eran «centroderecha» y que la «libertad» es uno de los tres «valores fundamentales» que unen a los integrantes del movimiento. Además, declararon públicamente que defienden una «libertad» que «permita a todas las personas tener las mismas oportunidades», aludiendo a la infame igualdad de oportunidades.

Cuando un movimiento político en Guatemala se pronuncia sobre sus prioridades y dice creer en la «libertad» y la «igualdad [de oportunidades]», como si las dos fueran compatibles, o convenientemente redefine libertad como si significara igualdad, ya sabrán que no está diciendo la verdad: estos dos valores sencillamente son incompatibles. No es secreto que la redefinición de palabras es una vieja estrategia de la izquierda.

Uno cree en la libertad o en la igualdad (sea de oportunidades o resultados), pero es imposible creer coherentemente en ambas a la vez.

Uno cree en la libertad o en la igualdad (sea de oportunidades o resultados), pero es imposible creer coherentemente en ambas a la vez. Además, por lo mismo, las personas se identifican equivocadamente como «liberales» (o «derecha») cuando en realidad son «socialdemócratas» (es decir, de «izquierda»). Explicaré por qué en este artículo.

Cómo se define libertad

Los que dicen «creer en la libertad», a propósito, oscurecen el significado del término. Libertad, según ellos, es algo «fumado», como «tener la discreción para escoger tu propio proyecto de vida». Sin embargo, al momento de aterrizar esta definición, no tarda en hacerse pedazos.

Algunos dirán, por ejemplo, que, para poder escoger tu proyecto de vida y entonces «ser libre», el Gobierno te debe «garantizar» un hogar digno, salud, educación e independencia económica, incluso del esposo, un hombre opresor en potencia. Dirán que, por ejemplo, la mujer no puede escoger su propio «proyecto de vida» si no le subvencionan y le alivian del cuidado del niño o de un embarazo.

«¿Cuál es el problema?», podrías estar pensando. El problema es que, si uno no define bien qué es «libertad», no se da cuenta de las contradicciones en las que cae.

Los liberales definimos la libertad como un máximo grado de «ausencia de coacción» por el Estado, no como igualdad de oportunidades. Por ejemplo, si tengo que pagar la mitad de mis ingresos en impuestos, básicamente el Estado me está haciendo trabajar para que este «haga sus proyectos» a costa de «mis proyectos de vida». Los liberales siempre diríamos que nuestra libertad termina donde empieza la libertad de otro; yo puedo decir que el Estado me debe garantizar una educación universitaria, pero lo que realmente digo es que otros tendrán que restringir «sus proyectos de vida» a favor del mío, una postura antiliberal.

Por ejemplo, si tengo que pagar la mitad de mis ingresos en impuestos, básicamente el Estado me está haciendo trabajar para que este «haga sus proyectos» a costa de «mis proyectos de vida».

En este sentido, realmente no hay nada nuevo bajo el sol. Veamos las similitudes de estos movimientos políticos urbanos con la época de von Mises (en su obra La mentalidad anticapitalista de 1949):

Se llamaban a sí mismos izquierdistas y demócratas, y hoy en día incluso proclaman ser «liberales». (…)

Estaban ansiosos (…) por buscar un chivo expiatorio. Se consolaron y trataron de convencer a otras personas de que la causa de su fracaso no era su propia inferioridad, sino la injusticia de la organización económica de la sociedad. Bajo el capitalismo, declararon, la autorrealización sólo es posible para unos pocos. «La libertad (…) solo es alcanzable por aquellos que tienen la riqueza o la oportunidad de comprarla». De ahí, concluyeron, que el Estado debe intervenir para realizar la «justicia social» —lo que en realidad querían decir era, para proveer a la mediocridad frustrada «según sus necesidades». (…)

[Se ven] obligados a distorsionar los hechos y tergiversar el significado manifiesto de las palabras cuando quieren hacer creer a la gente en la compatibilidad del socialismo y la libertad [cursivas añadidas]. 

Ideas incoherentes acogidas por ideologías incoherentes

Estas plétoras infantiles vienen de ideas completamente erróneas, como que, por ejemplo, «las empresas pagan impuestos», «el Estado tiene recursos», que ser «demócrata equivale a ser liberal» y que la redistribución de ingresos «paga por sí misma».

La redistribución de dinero —necesaria, pero no suficiente para tener una «igualdad de oportunidades»— no «paga por sí misma».

No es cierto que las empresas pagan impuestos: en el mejor de los casos, los pagan los accionistas, personas de carne y hueso. No es cierto que el Estado tenga recursos: no los tiene y los tiene que quitar a costa de algunos ciudadanos. No es cierto que la democracia cree prosperidad, más bien es capaz de destruirla[1]. La redistribución de rentas, aunque fuera democrática, por definición no es liberal. No es cierto que una redistribución de ingresos, por ejemplo, a través de una educación pública, «pague por sí misma»; más bien crea malas inversiones en capital humano, sin sentido porque cuenta con una demanda inexistente, y crea consecuencias no intencionadas, como los famosos «drenajes de cerebros» (una emigración de personas altamente educadas subvencionadas, típicamente, por el contribuyente no tan educado). La redistribución de dinero —necesaria, pero no suficiente para tener una «igualdad de oportunidades»— no «paga por sí misma»: reduce la prosperidad de todos, principalmente de la clase baja y media, porque reduce la inversión per cápita y, por lo tanto, los futuros salarios.

La distribución de rentas para alcanzar una inalcanzable «igualdad de oportunidades» es un lastre al crecimiento económico de países desarrollados, pero una sentencia de muerte (un aborto temprano) para países pobres.

La distribución de rentas para alcanzar una inalcanzable «igualdad de oportunidades» es un lastre al crecimiento económico de países desarrollados, pero una sentencia de muerte (un aborto temprano) para países pobres.

Esta creencia en la supuesta «magia gubernamental» es igual de adorable que cuando los niños creen en Santa Claus, pero no está basada en la realidad. 

Los «falsos» liberales

En Guatemala, la etiqueta «liberal» es bastante popular (aunque es cierto que la etiqueta «conservador» también lo es). La etiqueta de «derecha» también es bastante popular (de hecho, más de 80 % de la población guatemalteca se autoidentifica como de derecha, aunque de pronto no tiene idea de lo que significa).

Recordemos por un momento cuando Thelma Aldana, encabezando el partido político Semilla, «se autodeclaró» de centroderecha, sin realmente tener una idea clara de lo que era. Era entendible, porque declarar públicamente que eres de la «izquierda» es una sentencia de muerte en la política guatemalteca: es mucho mejor decir que eres de la derecha, tratando de implementar políticas públicas de la izquierda. La teoría del public choice diría que el político declarará lo que su electorado desea que declare; el político, al fin y al cabo, no es académico.

La teoría del public choice diría que el político declarará lo que su electorado desea que declare; el político, al fin y al cabo, no es académico.

Para llegar a la cima es mejor ocultar tus verdaderas intenciones con etiquetas abstractas y generales que cuentan con la aprobación de la gente; el político está en busca de votos, no de la verdad.

A raíz de esta popularidad, existen dos grupos de «falsos liberales» en Guatemala. El primero es el grupo de «liberales» que procura vivir del Estado, típicamente grupos empresariales que, lejos de ser promercado, buscan obtener privilegios del Estado que restringen la competencia de otros empresarios. El segundo, sujeto de este artículo, es el grupo de «liberales» que cree en la «justicia social» (incluso si no usan estas palabras exactas) y para quien el aparato estatal es el medio para acercarse a ella.

El socialdemócrata disfrazado de liberal

El error es definir esta corriente de «justicieros sociales» como de «derecha» cuando realmente es una corriente «socialdemócrata». Los socialdemócratas no son «centroderecha», son de izquierda. (Se cuenta el chiste de un académico guatemalteco que reside en Canadá, quien declaró que en Europa no había liberalismo, sino «socialismo democrático», sin entender que ese término se refiere a la realización de socialismo a través de elecciones democráticas, mientras que lo que existe en Europa en realidad es socialdemocracia, es decir, el Estado de bienestar y definitivamente no socialismo).

Querido guatemalteco, si usted cree en lo que acabo de describir, si cree en la libertad y la igualdad, no se engañe y no nos engañe: no es liberal. Usted es de la «izquierda», en este caso, socialdemócrata. El socialdemócrata cree en la intervención estatal para promover igualdad social o, al menos, una equivalencia cercana, la famosa «igualdad de oportunidades». La idea es que todo sea «por mérito», no «por nacimiento»; básicamente consiste en la idea falaz de que, si tan solo podemos estudiar todos en la universidad, los resultados económicos y sociales serán «justos», más «equitativos» y más «iguales». Todos empezaríamos la «corrida de 100 metros» desde el mismo punto de partida.

El socialdemócrata cree en la intervención estatal para promover igualdad social o, al menos, una equivalencia cercana, la famosa «igualdad de oportunidades».

La socialdemocracia es la ideología de los «fallos de mercado». ¿Brechas salariales? Que intervenga el Gobierno. ¿Algún niño no atendido y enfermo? Que intervenga el Gobierno. ¿No existen centros educativos en algún rincón rural del país? Que intervenga el Gobierno. ¿«Desigualdad de género»? Que intervenga el Gobierno. ¿Que todos vayamos a la universidad? Que intervenga el Gobierno. ¿Algún abuso de un empleador? Que intervenga el Gobierno. ¿Supuestos monopolios? Que intervenga el Gobierno. ¿Una herencia que consiste en un patrimonio familiar? Que intervenga el Gobierno. ¿Un desarrollo inmueble en un área boscosa? Que intervenga el Gobierno.

La socialdemocracia es la ideología de los «bien intencionados». Los que se declaran solidarios con los más vulnerables, especialmente si es con dinero de otros. Los que señalan virtud en público y en redes sociales. Los que, como canta Julio Iglesias, viven de aplausos. Son los que, como bromea el comediante Bill Burr, dicen que habrían sido «de los buenos» en las épocas de esclavitud, guerra y genocidio, cuando realmente hubieran hecho exactamente la misma diferencia que la que están haciendo ahora con sus señales de virtud en redes sociales: absolutamente ninguna.

El partido del «victimismo»

La corriente de la socialdemocracia en realidad es una línea de «victimismo»; es la corriente de las «injusticias» que caen debajo de la bandera de la «justicia social». El Gobierno hará «justicia», definida como sea, cuando los «correctos», ¿quién más que ellos mismos?, gobiernen.

Estos movimientos típicamente surgen a raíz de una frustración, rebeldía y resentimiento de una clase media-alta/alta con educación universitaria, tal como describe Ludwig von Mises en su obra La mentalidad anticapitalista.

Quitemos toda la parafernalia y reduzcamos este joven movimiento hasta su mera esencia: preguntémosle a todos los que pretenden ser prolibertad y a la vez proigualdad: que lo definan, lo aterricen y lo concreticen. Y veremos que no hay forma, al menos coherente, de reconciliar la libertad con la igualdad.

 [1] Vivimos en la paradoja más grande de nuestros tiempos: el hecho de que todos los países considerados hoy día «ricos», sin excepción, se han hecho «ricos» en sistemas políticos muy lejos de democracias y el sufragio universal.

AVISO IMPORTANTE: El análisis contenido en este artículo es obra exclusiva de su autor. Las aseveraciones realizadas no son necesariamente compartidas ni son la postura oficial de la UFM.

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Olav Dirkmaat

Director del Centro para el Análisis de las Decisiones Públicas (CADEP) y profesor de economía en la UFM. CIO de Hedgehog Capital. Doctor en Economía por la Universidad Rey Juan Carlos en Madrid.

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