La regulación como expresión de desconfianza
La crisis provocada por el COVID-19 ha generado una oportunidad muy importante para el desarrollo y el crecimiento del Estado. Como el profesor Pablo Guido señalaba en su artículo La ilusión fiscal, son muchas las fórmulas mediante las cuales se puede aumentar el gasto público a corto plazo sin afectar la percepción que sobre este posee la ciudadanía. Dicho esto, es muy importante indicar que, a pesar de la(s) ilusión(es), la lógica de crecimiento evidencia una verdad incómoda: la infantilización de la sociedad y la poca confianza que las instituciones del Estado tienen en las personas.
Es muy importante indicar que, la lógica de crecimiento evidencia una verdad incómoda: la infantilización de la sociedad y la poca confianza que las instituciones del Estado tienen en las personas.
¿En qué se traduce todo lo anterior? Es decir, ¿cuál es la prueba más clara de la baja confianza que el sistema tiene en el individuo y su capacidad para organizarse ante las dificultades? Definitivamente, la regulación. Esta puede ser definida, en términos generales, como el conjunto de normas, protocolos y requisitos que los ciudadanos (asociados o no) debemos cumplir para llevar a cabo una determinada empresa o proyecto. Dicha regulación puede estar basada en dos visiones antitéticas. Por un lado, la regulación puede servir para prohibir un camino, dejando a la sociedad espacios de libertad con objeto de facilitar la búsqueda de soluciones a distintos problemas de naturaleza social a través de la cooperación libre y voluntaria. Por otro, la regulación puede ser vista como un diktat que establece de forma monolítica una manera de hacer las cosas y, con ello, incapacita a los individuos para descubrir soluciones propias y alternativas a la emanada desde el Estado. Desafortunadamente, el mundo iberoamericano posee más instituciones del segundo grupo que del primero, de tal manera que anula la capacidad creativa de los individuos en el ámbito institucional.
La regulación puede servir para prohibir un camino, dejando a la sociedad espacios de libertad con objeto de facilitar la búsqueda de soluciones a distintos problemas de naturaleza social a través de la cooperación libre y voluntaria.
En cierta manera, esta situación se agrava en periodos de crisis. Como hemos podido observar, el Estado ha demostrado una elevada desconfianza en la empresa privada a la hora de encontrar soluciones. También en la ciudadanía, a la que ha impuesto rigurosos confinamientos que han provocado en algunos países una contracción económica sin precedentes. Muchas veces, y debido a la ineficacia por parte de las autoridades públicas, estas se han visto obligadas a solicitar ayuda y a entablar una relación con la sociedad civil y el mundo de la empresa. Pero, definitivamente, la desconfianza está presente a través de la imposición de determinados protocolos que imponen un camino (y quizás no el mejor) para gestionar y vivir en medio de la pandemia. Lo anterior se pudo observar tanto en el sistema de compras internacional (en algunos países marcado por una centralización obscena) como en la fabricación de respiradores, que debían cumplir con protocolos burocráticos de homologación que desincentivan su fabricación. Al final, esta incapacidad para confiar en la iniciativa privada y, en definitiva, en la capacidad de organización espontánea por parte de los individuos ha dificultado la batalla contra el COVID-19 en un gran número de países.
La citada desconfianza se observa también ahora, cuando progresivamente vamos recuperando la normalidad y vamos aprendiendo a coexistir con el virus. Las crisis representan un reto para toda comunidad y grupo social. Pero la confianza, la verdadera y saludable confianza, no nace de protocolos burocráticos o de la regulación, surge de la mano de la sociedad. Surge de la mano de los empresarios a través de la introducción de medidas de seguridad y control; de la mano de los vecinos, que hablan unos con otros y son responsables a la hora de mantener el distanciamiento social; y, en definitiva, del individuo, que adquiere conciencia sobre el problema que enfrenta. Lo anterior no significa negar el rol que el Estado debe tener en estas situaciones. Solamente, se debe tener presente que dicho papel no está asociado a la hiperregulación y a la sospecha constante sobre la población.
La confianza, la verdadera y saludable confianza, no nace de protocolos burocráticos o de la regulación, surge de la mano de la sociedad.
La regulación, al igual que el papel, lo aguanta todo. La literatura especializada ha señalado que a la hora de enfrentar una crisis, debemos ser conscientes de que una excesiva regulación puede generar un grave problema para la sociedad que desea encontrar el camino de la recuperación. Solo aquellos países que confían y poseen instituciones que cedan espacios de libertad (y descubrimiento) a los individuos superarán realmente las dificultades. Esto es lo que se ha producido en Uruguay, uno de los grandes ejemplos a nivel global a la hora de manejar el trance provocado por el coronavirus. Escuchar al presidente Lacalle Pou da esperanza, pues su discurso apela a la libertad, a la responsabilidad individual, a la capacidad que las personas poseen para organizarse libremente y al esfuerzo que tanto Administración Pública como élites políticas deben asumir al enfrentar un drama sanitario como el producido por el COVID-19. El Ejecutivo uruguayo apeló a la responsabilidad individual y a la libertad de empresa como claves para la recuperación. El Estado debe facilitar el desarrollo de lo anterior, pues solo así se podrán encontrar soluciones a diferentes problemas a través de un proceso de prueba y error.
Escuchar al presidente Lacalle Pou da esperanza, pues su discurso apela a la libertad, a la responsabilidad individual, a la capacidad que las personas poseen para organizarse libremente.
Es necesario confiar en las personas y no poner nuestras esperanzas en los dictados autoritarios que emanan desde el Estado. Curiosamente, la dinámica de confianza en la sociedad es recíproca. Cuando el Estado confía en la sociedad, la sociedad confía en el Estado y las élites que se encuentran al frente del mismo. Nuevamente, el caso de Uruguay es evidencia clara de todo lo anterior. Por tanto, y como consejo para orientar la gestión de crisis, deberíamos señalar que sin confianza poco podemos hacer, pues es en ella donde reside el éxito para superar cualquier tipo de dificultad que amenace la estructura institucional y el orden social en el que vivimos. Contraintuitivamente, el exceso de regulación es una muestra evidente de la poca confianza que posee el Estado en los ciudadanos de a pie, esos que día a día sacan adelante el país.
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