El camelo impositivo y el conformismo ciudadano – Parte I
En gran medida somos producto de nuestra educación. Desde pequeños nos han inculcado la necesidad de pagar impuestos para que el Estado pueda ofrecer diferentes servicios que se justifican como necesarios, incluso vitales, para la vida en sociedad. La mayoría de las veces ni siquiera hemos reflexionado sobre si realmente lo son o si pueden ser prestados por personas individuales o empresas privadas y no por instituciones públicas, previa evaluación del costo y de los incentivos que una u otra forma de prestarlos lleva aparejada. En resumen: hemos aceptado sumisamente ciertas premisas que nos conducen al pago de impuestos sin cuestionarlos, lo que representa un mal punto de partida para promover actitudes propias de ciudadanos libres y responsables.
Los impuestos que pagamos son productos de nuestro trabajo honrado, esfuerzo y sacrificio personal, y esa extracción estatal requiere, al menos, de una reflexión crítica sobre si se utilizan de la mejor manera —con criterios de accountability—. También merece la pena analizar la eficacia y eficiencia del gasto y de las instituciones que prestan los servicios públicos. Analicemos algunos de ellos.
Impuesto de circulación
Si usted tiene un vehículo a motor deberá pagar anualmente una determinada cantidad en función del modelo y la clase de vehículo que tenga. Aparentemente hay una lógica detrás de ello: si el Estado debe invertir en carreteras, es natural que quienes las utilizan —es decir, los que se transportan— paguen un impuesto que permita construir, mantener y ampliar la red vial adecuada. Hasta ahí es difícil rebatir la idea. No obstante, observe que si su vehículo es nuevo pagará mucho más que si tiene diez o doce años ¿Se ha preguntado la razón de ello?
En todo caso, quien más contamina —los vehículos que tienen más años y no los recién adquiridos— cuenta con una probabilidad más alta de generar accidentes por desperfectos y aumenta el riesgo durante la conducción. El pago debería ser justamente a la inversa, debería penalizar más a quien más riesgos y vulnerabilidades presenta y, sin embargo, es al revés. Esto no representa sino el castigo al éxito, a la propiedad y a la innovación. El Estado penaliza a quien pide un crédito para cambiar de vehículo y adquiere uno nuevo con cierto sacrificio y premia a aquel que sigue utilizando uno que genera alto riesgo y contamina más. ¡Todo un contrasentido!
Impuesto sobre la renta de las personas
“Quien más gana —o tiene— más debe pagar” es un principio asumido por la mayoría de la sociedad sin que se proteste mucho por ello. Es “naturalmente” percibido que el rico, el exitoso y el poderoso pague más porque tiene más y “le sobra”, cosa que no ocurre con aquellos menos agraciados. El principal problema estriba en que ese concepto de “quien más tiene” es arbitrariamente fijado por el político de turno que conoce el número de integrantes de cada grupo social y los ingresos de que dispone. De esa cuenta, basta con hacer una línea imaginaria a partir de la cual el valor del posible voto es marginal y prestarle atención a cautivar al resto de que los votantes a quienes liberará —con promesas y acciones— de la presión del incremento impositivo, mientras lo cargará a otros.
Cuando se fija un porcentaje sobre los ingresos —ejemplo, 10%—, es evidente que quien más gana más paga, puesto que el mismo porcentaje de una cantidad mayor es más grande que el de una menor. Desde ahí hay una concepción discutible e incluso errónea porque los servicios que el Estado presta a sus ciudadanos son idénticos para todos y no tiene lógica que, por ejemplo, unos disfruten el aeropuerto a menor precio que otros, cuando los dos viajan y hacen igual uso de dichas instalaciones, u otros servicios: seguridad, ley y orden, justicia, etc. De hecho, no hay actividad en la que se intercambien bienes y servicios —salvo las que planifica, coordina, dirige o norman los gobiernos— que sean pagadas más por unos que por otros. Si una persona llega a adquirir un billete de avión o a comprar un refresco, el proveedor no le preguntará por su salario, el número de hijos que tiene o la edad, sencillamente, le aplicará la tarifa general y universal. Extienda esa explicación a quien adquiere una vivienda, paga su teléfono, compra unos muebles para la casa o hace el super. Si la situación natural, normal y mayoritaria es esa relación de igualdad en el trato, ¿por qué aquellas en las que el Estado participa se hacen de forma desequilibrada, diferente y sesgada? La respuesta es muy simple: se castiga a quien más tiene porque en una pirámide de ingresos ese grupo es marginal respecto al de una mayoría que puede votar por gobernantes que promueven tales barbaridades. Se ha confundido democracia con la posibilidad de vulnerar derechos de las personas y eso es realmente muy grave porque en otro momento, y siguiente idéntica lógica, se pueden vulnerar otros derechos, como de hecho ocurre.
En definitiva, el que gana más paga más de muchas formas diferentes. No solo porque la cifra obtenida de calcular el porcentaje de una cantidad mayor es también mayor, sino porque el porcentaje que se le requiere también es superior. Se le penaliza, por lo tanto, doblemente. ¿La solución? Quizá sea promover los impuestos indirectos de forma que quien más consuma pague más. Al final, queda al libre albedrío de cada quien cómo gasta su dinero en aquello que satisfaga mejor sus intereses o necesidades.
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