Las sanciones a los empresarios de comercio electrónico o acerca de cómo matar moscas a cañonazos
En ocasiones, hay medios asignados a ciertos esfuerzos que obtienen resultados diferentes a los esperados. Este suele ser el caso observable en el diseño y puesta en marcha de ciertas instituciones jurídicas. Muy a pesar de las buenas intenciones que les subyacen, al no tomar en cuenta ciertas regularidades del mercado, algunas medidas regulatorias terminan produciendo solo daños.
Team America
Se nos viene a la mente la escena de apertura de una de las películas más cómicas producidas hasta el momento: Team America, de los creadores de South Park, Trey Parker y Matt Stone. En esta escena, vemos una representación de París habitada por marionetas. La cotidianidad de la ciudad se ve rápidamente interrumpida por la presencia de cuatro terroristas islámicos que, como lo advierte un pequeño niño y su mamá, están a punto de hacer explotar una bomba. Este plan se ve comprometido por la llegada de Team America, un grupo militar de élite entrenado para este tipo de amenazas.
Durante el enfrentamiento, los miembros del Team America se encargan de dar de baja a cada uno de los terroristas en distintos escenarios. Uno de ellos llega al lugar en una gran camioneta, destruyendo un puesto de venta de frutas al frenar sorpresivamente. Otro, persiguiendo a uno de los terroristas que avanza abriendo fuego, dispara contra este, lanzándolo de espaldas en contra de una panadería que queda destruida.
Mientras tanto, otro terrorista, con la bomba en la mano, corre hacia la Torre Eiffel. Al identificarlo, otro integrante del Team America apunta con su bazuca para eliminarlo, con tan mala puntería que falla e impacta uno de los cuatro apoyos, derribando la Torre Eiffel sobre el Arco del Triunfo —destruyéndose ambos—. Este terrorista escapa al entrar al Louvre, donde es alcanzado por un misil que, disparado desde un jet, lo hace explotar. Al final, los terroristas son derrotados, el ataque fue impedido y París quedó totalmente destruido.
La sanción jurídica a Rappi: superflua por decir lo menos
En este caso, la ayuda de los superhéroes resultó superando en costos el beneficio logrado con la eliminación de los terroristas. Recientemente, en Colombia, la Superintendencia de Industria y Comercio —SIC—, quizá con un similar espíritu heroico, logró lo mismo al imponer una multa de ca. US$450,000 a la plataforma de comercio electrónico Rappi.
De la lectura de la resolución con la que se le impone esta multa se puede concluir que las varias razones que la sustentan se pueden resumir en que, a partir del juicio de la SIC, Rappi —junto a otras empresas similares— no ofrece el grado de protección suficiente a los consumidores relativo al grado prescrito por el estatuto del consumidor vigente en Colombia.
Dicho en otros términos: el mercado libre es capaz de producir tan solo un grado subóptimo de protección al consumidor. Este argumento se puede identificar en sanciones similares en varios países.
Rancia racionalidad económica
La racionalidad económica que subyace en este tipo de afirmaciones es relativamente simplista —siguiendo la misma costumbre en los modelos neoclásicos de competencia perfecta, donde la intención es que sean descriptivamente falsos con tal de que sean predictivos—. Los agentes durante un intercambio tienen diferentes grados de información —respecto de lo que se intercambia y, también, de los términos contractuales que gobiernan estas acciones—.
La asimetría de información entre las partes llegaría a justificar un mayor grado de protección jurídica al consumidor por al menos dos razones. Por un lado, el consumidor se encuentra en una situación en la que es compelido a decidir entrar en un contrato, cuyas estipulaciones han sido otorgadas unilateralmente por el empresario, o abandonar el contrato por completo. Por el otro lado, los empresarios, como vendedores, están en una posición de aprovecharse de esas disparidades de información. Al parecer, se justifica la regulación de esta manifestación particular de la economía de mercado por medio de limitaciones a la libertad contractual, debido a que, para el consumidor, en una transacción de relativo bajo valor, el acceder al mismo grado de información que tiene el vendedor le resulta excesivamente costoso —relativo al valor del contrato—.
De no corregirse esta situación, podría llevarse al mercado a fallar. El argumento suele presentarse de la siguiente forma. En ciertas manifestaciones del mercado, los consumidores, debido a su falta de información, no pueden distinguir entre “buenos” y “malos” productos y términos contractuales. Debido a esto, es posible para ciertos empresarios el ofrecer productos y estipulaciones contractuales de baja calidad.
Una estipulación contractual de baja calidad, podríamos afirmar, es una que traslada ciertos riesgos al consumidor de manera desproporcionada. Estos empresarios oportunistas, según continúa el argumento, tendrían la posibilidad de ofrecer estos “malos” productos y condiciones al mismo precio que lo hacen los “buenos” empresarios. Siendo imposible —o sumamente costoso— para los consumidores diferenciar si un empresario es “bueno” o no, antes de ser perfeccionado el contrato, no estarían interesados en pagar altos precios por productos ni en contratos de alta calidad.
Desde la perspectiva de los consumidores es probable que reciban un producto o formen parte de un contrato de baja calidad; por lo que puede llegarse a concebir que tan solo estarían dispuestos a pagar un precio de acuerdo con esto. Contando con los precios como principal vehículo de cálculo económico, los empresarios que ofrecen productos y estipulaciones de alta calidad se verían en la necesidad de bajar sus precios para poder rivalizar. Esto lo lograrían disminuyendo sus costos de producción al elegir procesos de producción de menor complejidad o también ofreciendo términos contractuales que trasladen costos a los consumidores. De no optar por estas opciones, podrían verse “expulsados” del mercado.
La enseñanza parece ser que los vendedores experimentan incentivos por vender productos de baja calidad a los consumidores. En el proceso de superarse los unos a los otros, al bajar la calidad de sus productos, el mercado termina siendo dominado por empresarios “malos” y oportunistas. A todo esto se le suele llamar selección adversa, y se considera una de las formas en la que el mercado es ineficiente.
Los consumidores algo saben…
Llama de una particular forma la atención cómo esto continúa siendo el paradigma vigente del mercado que licencia a este tipo de agencias regulatorias para justificar cualificaciones especiales de protección del consumidor, muy a pesar de los varios esfuerzos efectivos de ponerlo en cuestionamiento por parte de la comunidad académica. Por alguna extraña razón, pareciera que existiera un blindaje en las paredes de las sedes de tales agencias que no permite que entren esos textos. El que sea así también se puede entender en términos económicos: aceptado otro tipo de racionalidad económica, la excusa para intervenir pierde vigencia.
Uno de los principales problemas con aquel razonamiento es que no toma en cuenta que la calidad es una noción subjetiva y supremamente elástica. Otro problema es que no considera la heterogeneidad del consumidor. Literalmente, el modelo lo hace de forma impune, ya que este tipo de supuestos se especifican como ausentes —que es lo mismo que decir que describen un mundo que no es el nuestro—. La capacidad de diferenciar entre “malos” y “buenos” productos según su apreciación subjetiva es negada al consumidor.
Llegar a este tipo de conclusiones requiere concebir al consumidor como un tipo ideal desprovisto de la capacidad de aprender y, sin que fuera posible la existencia de distintos tipos de consumidor con diferentes grados de conocimiento, el cual de forma constante se enriquece con el paso del tiempo. Mientras puede ser cierto que algunos consumidores no estén en la posición de diferenciar entre empresarios, también lo es que, a pesar de existir asimetría de la información, no todos los consumidores cuentan con el mismo grado de ella.
El reconocimiento de heterogeneidad en el consumidor lleva a la noción de que existen —de hecho— consumidores con mayor grado de información práctica sobre productos, precios y reglas contractuales.
Sin embargo, el reconocimiento de heterogeneidad en el consumidor lleva a la noción de que existen —de hecho— consumidores con mayor grado de información práctica sobre productos, precios y reglas contractuales. Existen consumidores que sí leen “la letra pequeña” de los contratos, que son vocales cuando reciben un producto defectuoso, que se comunican constantemente en foros de plataformas electrónicas —aireando sus agravios respecto de las acciones pasadas de sus vendedores—, etc. La existencia de este consumidor protege de manera indirecta al resto de ellos en contra de “malos” productos y, por ende, de la “carrera hacia el fondo” que supone la selección adversa.
Para el vendedor resulta particularmente costoso discriminar entre consumidores “informados” y “desinformados”. Por esta razón, recurre a contratos de adhesión, cuyas cláusulas se otorgan de manera unilateral sin considerarse siquiera la posibilidad ser negociadas de forma individual —por lo prohibitivamente costoso que resultaría tal discriminación—. Aquella competencia que mencionamos es la que dirige la atención de los empresarios a atender las necesidades de aquellos consumidores relativamente más sofisticados y activos, protegiendo a los que son más pasivos —aquellos que no tienen posibilidad de discriminar entre “malos” y “buenos” vendedores—.
Ya existen, desde hace mucho, medios jurídicos contra el engaño en los contratos
Desde un punto de vista estrictamente jurídico, las sanciones de esta clase llaman la atención por ser innecesarias. Si de proteger a ciertos consumidores del engaño se trata, cualquier abogado con cierto grado de conocimiento en derecho civil y teoría básica de los contratos puede identificar que existen ya instituciones jurídicas que sancionan este tipo de engaños.
Sobre este punto en concreto, nos podemos referir a la institución de la buena fe objetiva o contractual. Esta institución jurídica se encuentra enunciada en muchas codificaciones a nivel mundial. Por ejemplo, en Alemania, se presenta como un mandato que obliga a observar la buena fe en todas las etapas contractuales. De igual forma, en el código civil colombiano, se prescribe que cualquier contrato se debe ejecutar con buena fe.
A partir de ella, los contratos pueden ser creados, modificados e incluso extinguidos; y las partes no solo están sometidas al texto del contrato, sino a todo lo que emane de la naturaleza de sus obligaciones, o que por ley se relacione con él. Incluso, la buena fe contractual está enunciada en documentos que codifican las instituciones jurídicas que gobiernan el comercio internacional, como los principios Translex del Instituto Central de la Universidad de Colonia en Alemania. Según la regla número I.1.1., las partes de un contrato no pueden exonerarse del cumplimento de actuar de buena fe durante la negociación, formación, ejecución e interpretación del contrato.
Existe un aparente problema con la forma en la que se enuncia la buena fe contractual en la mayoría de casos, y es que no se puede identificar qué es exactamente —ni cuál es su significado operativo—. No se presenta con una situación de hecho a la que se pueda aplicar, ni tampoco con una consecuencia jurídica que se siga de su irrespeto. Al perseguir su significado, es usual toparse con esfuerzos inútiles, en la medida en que suelen presentar el concepto en términos de otros principios. Así, actuar de buena fe en un contrato es actuar de forma honesta, leal, etc. Por nuestra parte, ha sido solo a través del análisis económico del derecho que hemos podido conocer el significado de la buena fe objetiva y la forma en la que operaría.
La buena fe objetiva sería una herramienta para limitar las conductas de mala fe, las cuales, a su vez, se asimilan a la conducta oportunista, según su conceptualización por parte de la economía institucional. Esta conducta se identifica con la búsqueda del interés propio con astucia y engaño. Además, está relacionada con dejar de brindar información importante —de manera estratégica— para decidir si se forma parte del contrato o no; lo que resulta en una transferencia involuntaria de riqueza de la parte con menos información acerca del objeto del contrato y de sus términos hacia la parte más informada.
Esta podría ser la situación que describe los abusos por parte de ciertos empresarios hacia los consumidores, en razón de la asimetría de la información que caracteriza el contrato. En varios comentarios —y también en varios ordenamientos jurídicos como en Alemania— la cláusula general de la buena fe objetiva permite al juez o árbitro, en ciertos casos, desviarse de la redacción del contrato o de la ley contractual aplicable, siempre que la aplicación de cualquiera de estos resulte en un comportamiento oportunista o en una asignación ineficiente del riesgo.
Existen múltiples formas en las que una de las partes se puede comportar de manera oportunista frente a la otra y, en este sentido, existen muchas formas en las que se puede limitar tal conducta de mala fe. La idea detrás de la norma general de la buena fe objetiva es que es una norma de la cual se derivan normas específicas para limitar formas específicas de comportamiento oportunista. Cuando no existe una norma determinada que limite una forma específica de comportamiento oportunista, se puede, por parte de los jueces, acudir a la cláusula de la buena fe objetiva. En el caso del comportamiento de mala fe que se da cuando una de las partes retiene información que sería determinante para tomar la decisión de si formar parte del contrato o no, existe la norma específica del deber de información, la cual es una norma que, ante similares casos de oportunismo contractual determinados por no haber informado oportunamente, ha surgido del deber de actuar de buena fe, particularmente en la etapa precontractual. Si se falta al deber de información, y en razón de ello se ven perjudicados los intereses razonablemente formados de la parte menos informada —quien pudiera ser el consumidor—, se sigue una responsabilidad jurídica por parte de aquel que inobservó el deber y una consecuencia jurídica de nulidad respecto de la cláusula que habilitó tal conducta.
Nuestro punto acá es hacer ver cómo existen instituciones jurídicas ya en pie —en la mayoría de sistemas jurídicos occidentales—, como la buena fe objetiva. Sin necesidad de una heroica agencia estatal, los jueces —o quien haga sus veces— podrían aplicar esta norma jurídica y prevenir y sancionar los posibles abusos contractuales que tengan por determinante la asimetría de la información. Lo que estaría llamado a hacerse sería enriquecer el sistema interno que compone la buena fe objetiva y enfrentar formas de oportunismo contractual —conocidas y por conocer—.
París destruido con buenas intenciones
Además de superflua, este tipo de sanciones resultan en importantes daños económicos, principalmente, en afectar las ganancias empresariales puras, entorpeciendo la capacidad coordinadora de los agentes del mercado. Esto afecta no solo a empresarios del comercio electrónico, sino que también a todos aquellos que se relacionan por medio de contratos de adhesión con los consumidores: este tipo de sanciones aumentan de forma artificial los costos a estos y a aquellos.
No solo tendrán que asumir los costos en el pago de estas superfluas sanciones, sino que también aquellos que resultan de elevar el grado de protección que se ofrece a los compradores en el contrato que los vincula —como en el caso de más amplias garantías—. Cualquier intención de reducir costos de producción mediante el traslado de ciertos riesgos a los consumidores —que estos podrían querer asumir a cambio de precios de venta bajos— muy probablemente será suprimida, precisamente para evitar esas sanciones.
Tomemos además en cuenta los costos de esas empresas en honorarios de debida diligencia para constatar que los contratos con los consumidores no implican un riesgo de más sanciones en el futuro. Estas prerrogativas cuestan y se pagan reduciendo las ganancias empresariales puras. El efecto económico dañino se identifica mediante la comprensión de la relevancia de las ganancias empresariales —aquellas que llaman a empresas adicionales a competir con empresas como Rappi—.
La ganancia empresarial pura es a otros competidores lo que la miel es a las abejas: llama la atención e invita a rivalizar, reduciendo los precios al consumidor y aumentando la innovación y calidad en favor de los consumidores. Una vez reducidas estas ganancias, se contrae la oferta de estos medios, aumentando el precio de venta a los consumidores finales, reduciendo la demanda de ciertos factores de producción —como el trabajo— y disminuyendo la calidad e innovación de los servicios que aquellas empresas prestan. El más alto grado de protección que se quería ofrecer inicialmente a los consumidores termina siendo pagado en última instancia por ellos. ¡Que alce la mano quien no es consumidor!
Al final, la ciudad termina siendo destruida, al igual que los terroristas.
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