Pedro Trujillo / / 17 de octubre del 2019

Cómo reducir el costo de promulgar legislación

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Escuchará a menudo, en congresos y parlamentos, una candente y urgente discusión sobre normas legales que deben entrar prontamente en vigor. Muchas de ellas, incluso, de «urgencia nacional». Algunas obedecerán, seguramente, a situaciones de emergencia —catástrofes o imprevistos—, pero la mayoría no lo son y responden a cuestiones periódicas y domésticas: el incremento de salarios, la contratación de nuevas plazas de funcionarios, la compra de vehículos o materiales, la modificación y acondicionamiento de instalaciones, la aprobación de obra pública y otra legislación.

¿Ha pensado en la incidencia económica de la decisión política? Es muy sencillo: el político, el legislador, pretende maximizar las utilidades del puesto que ocupa y, para ello, cuenta únicamente con el periodo de su elección. Una vez pasado aquel, pierde la capacidad de incidir, normar o tomar decisiones de trascendencia y con rentabilidad a futuro. De esa cuenta, requiere que las cosas ocurran necesariamente en el periodo de tiempo para el que fue designado, y es ahí donde los vicios aparecen.

El político pretende maximizar las utilidades del puesto que ocupa y, para ello, cuenta únicamente con el periodo de su elección.

Dejando a un lado los temas urgentes antes citados, la mayoría de normas pueden aprobarse de una legislatura para otra. Es decir, una parte sustantiva de lo que se apruebe durante una administración —y siempre lo referido a personal— debería entrar en vigor en la siguiente y así desaparecería el incentivo perverso de hacerlo en el tiempo en que concurren «el juez y la parte». Si se trata de contratación de personal afín o del incremento de salario propio, es evidente que el legislador preferirá hacerlo cuando él se beneficia del proceso. Dejarlo para el siguiente periodo desmotivaría el interés personal y, sobre todo, conduciría a un debate más racional y desapasionado sobre el tema de fondo, que es lo que, en definitiva, interesa a la mayoría de ciudadanos.

El legislador no pierde, en absoluto, su razón de ser, simplemente desaparece el incentivo negativo de darle la oportunidad de beneficiarse o satisfacer la presión de los afines. El pago de favores políticos se reduciría, porque no se podrían llevar a cabo, y el costo transferido a la ciudadanía —quien termina asumiéndolo por medio de los impuestos— desaparecería. En definitiva: un sencillo análisis económico de las decisiones públicas y de los incentivos perversos que conllevan, concluiría que es mejor hacerlo de la forma que se propone.

El legislador no pierde, simplemente desaparece el incentivo negativo de darle la oportunidad de beneficiarse o satisfacer la presión de los afines.

De igual manera, y por motivos similares, es necesario ponerle fecha de caducidad a la legislación. Una norma sin fecha de caducidad termina por convertir —como de hecho ocurre— algo provisional en definitivo, cuando la intención no era esa. Algo que por olvido, falta de mayorías suficientes u otros motivos, termina quedándose a perpetuidad en el corpus legal. La fecha de caducidad obligaría a desregular, promovería nueva discusión, debate y aprobación —en su caso— de la normativa y, además, actualizaría cuestiones que quedan obsoletas, especialmente cuando se fijan tiempos o montos económicos como sanciones. Las multas en los diferentes códigos o normas son el mejor ejemplo de lo que se pretende comentar. Quedan desfasadas y, consiguientemente, también queda desfasado el pago años después de que fuera fijada la cantidad; está, a todas luces, fuera del propósito disuasivo que pretendía.

La fecha de caducidad obligaría a desregular, promovería nueva discusión, debate y aprobación —en su caso— de la normativa y, además, actualizaría cuestiones que quedan obsoletas, especialmente cuando se fijan tiempos o montos económicos como sanciones.

Todos esos costos son trasladados al ciudadano que los asume sin advertirlo a través del pago de impuestos o se reciben en menor cuantía, por falta de actualización, cuando son sanciones que la administración pública impone a infractores. En todo caso, representa un mala gestión de lo público y se hace necesario modificar los malos incentivos que permiten que las cosas funcionen de esa manera y sirvan para satisfacer ambiciones de unos —los políticos— en detrimento de otros -los ciudadanos- a pesar de que los primeros deberían ser eficientes servidores de los segundos.

AVISO IMPORTANTE: El análisis contenido en este artículo es obra exclusiva de su autor. Las aseveraciones realizadas no son necesariamente compartidas ni son la postura oficial de la UFM.

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Pedro Trujillo

Profesor del Instituto de Estudios Políticos y Relaciones Internacionales de la UFM y especialista en temas de análisis estratégico, seguridad y defensa.

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