Olav Dirkmaat / / 24 de septiembre del 2025

La peor justificación de la intervención estatal: si todo es una externalidad, nada lo es

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El recurrente fantasma de las externalidades siempre exige más intervención del gobierno. Sin embargo, se trata de una falacia lógica. Ha sido una de las peores justificaciones para la intervención del gobierno en la economía y en nuestras vidas (además de las externalidades, otra pésima justificación es el disparate de la justicia social, que ni es justicia ni es social).

Resumámosla y refutémosla.

El argumento resumido

Dicen los promotores de las externalidades lo siguiente:

  • La teoría de los bienes públicos divide los bienes en cuatro: (i) bienes públicos puros, (ii) bienes privados, (iii) bienes de uso común y (iv) bienes club. No hay que confundir nunca estos conceptos con la titularidad de los bienes (estatal o privada).
  • ¿Cuál de los cuatro es un determinado bien? Si los usuarios de un bien no son al 100 % perfectamente excluibles, entonces es un bien público o un bien de uso común. Es un bien público si el consumo no es rival (el consumo de uno no resta al del otro) o es un bien de uso común si es rival (el consumo de uno sí resta al del otro).
  • Los beneficios o costos de ciertos bienes no los internalizan el comprador y/o vendedor, sino que los externalizan a terceros, ajenos al intercambio, quienes a su vez resultan beneficiados o afectados.
  • Estos beneficios o costos son, por lo tanto, externalidades. Si consisten en beneficios para terceros, son externalidades positivas; si consisten en costos para terceros, son externalidades negativas.
  • Cuando no se internalizan todos los beneficios (externalidad positiva), se produce una subproducción del bien; cuando no se internalizan todos los costos (externalidad negativa), se genera una sobreproducción del bien.
  • Esta subproducción o sobreproducción, debido a las externalidades positivas o negativas, constituye un «fallo de mercado».
  • El Gobierno debe intervenir cuando existe un fallo de mercado, ya sea mediante regulación, impuestos o subsidios.

De forma más resumida, podríamos decir que los bienes públicos y los bienes de uso común tienen, en inglés, spillover effects (efectos de «derrame»). Un intercambio produce beneficios o costos a un tercero. Cuando esto ocurre, el mercado no produce la cantidad óptima de un bien. Esto se interpreta como un fallo de mercado, que —según esta postura— debe «corregirse» mediante regulación, impuestos o subsidios estatales. 

Lo que es todo, es nada

¿Cuál es el problema con esta teoría? En lo más fundamental, casi todo bien tiene externalidades positivas o negativas; es decir, efectos sobre terceros. Si una empresa hace publicidad con anuncios de mal gusto, genera costos a terceros; es decir, al público que los debe soportar.

Si alguien se viste «feo», produce costos para quien lo vea. Si alguien aplica perfume y pasa por nuestro pasillo, puede producir beneficios a terceros. Si lavamos el carro, puede producir agrado a terceros. Si alguien se maquilla, de pronto produce un beneficio a terceros. Si alguien cuida su jardín en su colonia, genera beneficios a sus vecinos, es decir, a terceros. Si uno ahorra e invierte, produce beneficios a terceros. Si uno aprende a reanimar, produce beneficios a terceros. Si alguien vapea, con un sabor que nos desagrada, produce un costo a terceros. Si alguien escucha música que no es de nuestro gusto y debemos oírla, produce un costo a terceros. Si un bus tiene una bocina con ritmo de canción electrónica, puede causarnos risa (externalidad positiva) o generar molestia (externalidad negativa). Si como brócoli, puede ser una externalidad positiva (somos más sanos y energéticos e incluso consumimos menos servicios de salud) o una externalidad negativa (lo comemos junto a ti y el olor te recuerda al hospital).

Obviamente, en prácticamente ninguno de estos casos el Estado interviene. Como todo bien tiene externalidad, ¿se justifica la intervención estatal en absolutamente todo? Las externalidades, positivas o negativas, son omnipresentes en nuestra vida. Son parte de la experiencia humana. Son parte de las consecuencias intencionadas y no intencionadas de nuestros intercambios y nuestras acciones. Pero lo que es todo es nada. Y ese es el caso de las externalidades: es la peor justificación de la intervención estatal en existencia.

Las externalidades, positivas o negativas, son omnipresentes en nuestra vida. […] Son parte de las consecuencias intencionadas y no intencionadas de nuestros intercambios y nuestras acciones.

¿Cuál es un criterio más inteligente?

Entonces, el hecho de que algo tenga externalidades no significa que el Estado deba intervenir.

No puede ser buen criterio algo que es todo, porque algo que es todo es nada. Es como si te propusiera una dieta, pero la dieta incluyera todos los posibles ingredientes en todas las posibles cantidades. Si entendemos la dieta como una forma de restringir el consumo de calorías, o ciertas comidas, o ciertas cantidades, tiene todo sentido del mundo. Tiene sentido una dieta que dice: no puedes consumir más de 2000 calorías o no puedes consumir carbohidratos, pero no tiene sentido una dieta donde todo vale.

La teoría de externalidades es como una dieta donde todo vale; muy conveniente para el «paciente» (o para el Estado, si se trata de intervención en la economía), pero no producirá resultados muy buenos.

Pero ¿qué criterio más razonable podría existir para la intervención del Estado?

Aquí entran los pensadores de la teoría de la elección pública (public choice), como James Buchanan, y la razón de ser del CADEP. Ellos proponen otra cosa: como todo bien tiene externalidad, no puede ser un buen criterio para la intervención estatal.

La verdadera pregunta es: ¿produce la intervención estatal un resultado más satisfactorio que el mercado?

La verdadera pregunta es: ¿produce la intervención estatal un resultado más satisfactorio que el mercado?

Con este criterio más inteligente, se puede ver que dimos un giro a la pregunta. Ya no se trata de justificar la intervención estatal señalando un supuesto «fallo de mercado»; se trata de una pregunta más inteligente: ¿produciría la intervención estatal un mejor resultado?

Es un ejemplo de la falacia del nirvana. Es exactamente lo que dice el politólogo Miguel Anxo Bastos: no puedes comparar un mercado real (con externalidades) con un gobierno idealizado, hipotético e imposible, que actúa con altruismo puro (¡no importan los incentivos!), información perfecta y sin corrupción. Se debe comparar un mercado real (incluso si el bien tuviese externalidades) con el gobierno real, con incentivos económicos que producen ineficiencia, con incentivos a la corrupción, con información imperfecta (nadie puede siquiera medir la «extensión» de una externalidad, porque es inmedible). En resumen, se debe comparar situaciones reales de mercado con situaciones reales de intervención estatal.

El fallo del Estado

Entonces, proponen los economistas de la elección pública: también existen los fallos del Estado. Estos fallos no existen porque no están las personas correctas encargadas de la intervención y/o de la producción estatal. Estos fallos existen por los incentivos inherentes a la administración estatal.

Y en la vida real, cada vez que se ha alegado algún «fallo de mercado» para justificar la intervención del Estado, resulta que más que mejorar la situación, terminó por empeorarla. Los fallos de mercado palidecen en comparación con los fallos de Estado.

En la vida real, cada vez que se ha alegado algún «fallo de mercado» para justificar la intervención del Estado, resulta que más que mejorar la situación, terminó por empeorarla.

Unos ejemplos

  • Educación

La supuesta externalidad positiva de la educación (un ciudadano educado beneficia a todos, no solo a él) ha sido invocada una y otra vez para la intervención del gobierno en la educación. Esto ha llevado a tres fenómenos: subsidios a la educación, regulación de la educación y la producción estatal de la educación.

Es obvio que puedo escribir un libro sobre todos estos temas. Pero tal vez, a estas alturas, es suficiente mencionar un ejemplo de la mano de James Tooley, en su libro El bello árbol, donde analiza los casos de Nigeria, Ghana y Kenia. Explica que la educación privada de bajo costo floreció espontáneamente: sin el gobierno ni las ONG, la educación privada de bajo costo, entre los más pobres, tenía un desempeño sorprendentemente bueno en la enseñanza de inglés y matemáticas.

Después, mediante el argumento habitual de la externalidad positiva, el Estado intervino en la educación con un sistema subsidiado. ¿El resultado? La educación privada desapareció porque no podía competir con la alternativa estatal subsidiada. Pero la educación estatal era mala: el absentismo docente era cuatro veces más alto, las clases se volvieron más grandes, el costo de producir la educación era más alto, y los resultados académicos eran peores.

Esto no es un problema de corrupción ni de que «no estuvieran las personas correctas» en el gobierno, sino un problema de incentivos. Cuando el padre paga la escuela, esta debe responder ante él:

—¿No aprenden los hijos? Entonces, ¿para qué estoy pagando?                                            

—¿No llega el maestro? Entonces ¿para qué estoy pagando?

Los incentivos cambian cuando la escuela cobra al gobierno en lugar de a los padres. Antes, las escuelas cobraban $5 a $10 al mes por alumno; ahora el gobierno produce el servicio a un costo de $20 o $30 por alumno, sin competencia (porque es difícil competir con servicios subsidiados) y, además, con una calidad más baja. Este mismo mecanismo, destructivo para la calidad de los servicios, también se observa en áreas como la salud.

Además, con la larga historia de adoctrinamiento ideológico mediante el sistema educativo —como ha ocurrido en Guatemala—, uno podría argumentar que produce externalidades negativas.

La educación pública no forma ciudadanos responsables, sino que genera activistas ideologizados, con bajo rendimiento en lectura y matemáticas. La tentación es clara: usar el aparato educativo, mediante el Estado, para favorecer enseñanzas que respalden la política partidista o ideológica de un grupo.

  • El diésel

En realidad, este tipo de consecuencias son frecuentes también en otras áreas de la economía ambiental. Sin embargo, para simplificar, analicemos el caso del diésel en Europa.

A finales de los años noventa, se popularizó la teoría del cambio climático debido a la emisión de CO₂. La premisa era que los carros de gasolina emitían mucho CO₂ y, de este modo, imponían un costo a la sociedad (al medioambiente) sin que este fuera internalizado en las decisiones del comprador —el automovilista— y del vendedor —productores de carros y de gasolina—. Es decir, una externalidad negativa.

Esto no solo llevó al impuesto «pigouviano» (un impuesto diseñado para que el comprador internalice todos los costos que produce su consumo), el cual termina siendo abusado por los gobiernos como fuente de ingreso fácil, sino también a incentivos para alternativas como el diésel. Según sus defensores, este combustible emitía menos CO₂ por kilómetro, gracias a su mayor eficiencia térmica.

Así, el gobierno empezó a subsidiar y favorecer —mediante exenciones de impuestos y compras estatales— los carros de diésel. ¿El problema? Aunque el diésel emitía menos CO₂, liberaba muchas otras sustancias más dañinas para la salud pública. Los países sacrificaron la calidad del aire para reducir, marginalmente y en términos globales, la emisión de CO₂.

En este caso, la supuesta solución del gobierno ante el fallo del mercado no solo costó mucho en impuestos y en precios más altos para el transporte con gasolina, sino que también costó vidas por sus efectos en la salud pública.

En otras palabras, aunque se alegaba un «fallo de mercado» en el caso de la externalidad de las emisiones de los carros, en realidad la solución estatal fue mucho peor.

Lo mismo parece estar ocurriendo, al menos en cierta medida, con los subsidios a los carros eléctricos. A menudo, las soluciones estatales resultan mucho peores que los supuestos fallos de mercado que pretenden resolver.

  • El agua

Un caso clásico en que se invocan externalidades es el del agua, en particular en ríos y lagos. El argumento sostiene que, como un río atraviesa varias comunidades, si alguien lo contamina impone un costo a terceros situados aguas abajo.

Lo mismo ocurre con un lago: quienes contaminan «no pagan» por ese daño, lo que genera una supuesta externalidad negativa. De ahí que los gobiernos suelen declarar el agua como un «bien público» bajo administración estatal.

¿El resultado? Ni la privatizan ni crean derechos de propiedad claros, de modo que nadie tiene incentivos para cuidarla.

En Guatemala, por ejemplo, el lago de Amatitlán o el lago de Atitlán llevan décadas bajo gestión estatal, con programas, comisiones y miles de millones de quetzales gastados. Sin embargo, la contaminación sigue igual o peor.

Los usuarios directos no pueden excluir ni sancionar a quienes contaminan, porque carecen de derechos de propiedad claramente definidos. El incentivo, en cambio, es político: cada cierto tiempo los gobiernos anuncian megaproyectos de limpieza, que se convierten en excusa para la corrupción.

En contraste, donde sí se han definido derechos sobre el agua y de vertimiento —como en varias jurisdicciones privadas en Chile o EE. UU.—, existen incentivos claros para reducir la contaminación, porque alguien con derechos puede demandar al infractor.

La externalidad, entonces, no se resuelve con intervención estatal, sino con un marco institucional de propiedad y responsabilidad. El Estado, al monopolizar el recurso sin capacidad de vigilancia ni incentivos adecuados, termina produciendo más deterioro ambiental que el que supuestamente venía a evitar.

Conclusión

Si alguien aboga por una política alegando un «fallo de mercado», está vendiendo humo. En realidad, debe mostrar que la intervención estatal —basada en el análisis de incentivos económicos (public choice) de la política— produce resultados superiores a los del mercado imperfecto.

No se puede comparar mercados imperfectos de la vida real con un Estado supuestamente perfecto que solo existe en nuestros sueños. La comparación correcta es entre cualquier supuesto «fallo de mercado» y el resultado de la intervención estatal. Y uno se dará cuenta, casi sin excepción, de que el resultado de la intervención estatal es mucho peor que el supuesto fallo de mercado; es decir, el remedio es mucho peor que la supuesta enfermedad.

No se puede comparar mercados imperfectos de la vida real con un Estado supuestamente perfecto que solo existe en nuestros sueños.

El mercado tendrá sus externalidades, pero aun así funciona mucho mejor que la administración estatal y burocrática. El mercado tendrá sus fallos, pero el Estado también, y a menudo los del Estado son mucho peores.

Hay mucho más que se podría escribir al respecto: por ejemplo, sobre la ley de las consecuencias no intencionadas de la intervención estatal; sobre la ingeniería política y cómo el rent seeking produce malos resultados para el público; sobre la ausencia de la bancarrota como «filtro» y mecanismo de selección en la gestión estatal o sobre la teoría del soft-budget constraint; sobre gastar dinero propio o ajeno en beneficio propio o ajeno; sobre el principio de skin in the game, etcétera.

Sin embargo, este texto es únicamente una introducción al esquema de los fallos de mercado.

Existen otras terribles justificaciones de la intervención estatal, como por motivos de justicia social o de política industrial (por ejemplo, la ayuda estatal a las industrias «infantes»). Sin embargo, en mi top 3 personal definitivamente se encuentran los supuestos «fallos de mercado».

AVISO IMPORTANTE: El análisis contenido en este artículo es obra exclusiva de su autor. Las aseveraciones realizadas no son necesariamente compartidas ni son la postura oficial de la UFM.

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Olav Dirkmaat

Director del Centro para el Análisis de las Decisiones Públicas (CADEP) y profesor de economía en la UFM. CIO de Hedgehog Capital. Doctor en Economía por la Universidad Rey Juan Carlos en Madrid.

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