La lucha de clases de los derechos humanos
Desde el 28 de abril, Colombia está viviendo un odioso paro. Esto ha consistido en que una minoría de individuos ha impedido al resto de la población ejecutar las muchas acciones de sus respectivas vidas. Por medio de intimidaciones y hasta el uso efectivo de la violencia, aquella minoría ha impedido a una gran cantidad de trabajadores llegar a sus puestos de trabajo —para así continuar la producción en favor de los consumidores—.
A los empresarios se les ha impedido continuar con la producción al verse amenazados con la inminente destrucción de su propiedad al siquiera acercarse a los consumidores, a lo largo de todo el país, con sus distintas alternativas de satisfacción de necesidades. El proceso de coordinación que es el mercado, aquel que consiste en ponerse en los zapatos de los demás y actuar de forma constante en su favor para poder superar a diario la pobreza, se encuentra involuntariamente suspendido.
Colombia en paro
El resultado ha sido pobreza y muerte. Por un lado, ante nuestros ojos incrédulos, hemos observado un shock de oferta en el que, al menos en el Valle del Cauca, el 27 % de las empresas han suspendido totalmente sus actividades y el 63 % se encuentra operando tan solo parcialmente.
Por el otro lado, como el rasgo posiblemente más patente del paro, hemos observado sangrientos y mortales enfrentamientos entre bandos de la población que han surgido de la tierra como apariciones fantasmagóricas. En el día más calmado, reclaman vigencia a una tasa mínima de tres ecos de disparos.
La lucha de clases entre pagadores y receptores netos de impuestos
¡A las cosas! Lo que podemos ver, aprovechando la calma que viene con la distancia que tomamos de ellas, es que estamos ante una explosión de una lucha de clases. Sin embargo, no estamos evocando aquella lucha de clases de Marx, quien, al no poder levantarse de su sillón polvoriento, se obsesionaba con categorías agregadas de proletario y capitalista para así enfrentarlos en una batalla encendida por la envidia de unos y la avaricia de otros. La lucha de clases que presenciamos, explotando como un volcán, es entre los receptores y los pagadores netos de impuestos.
Al Estado lo entendemos como aquella organización de personas cuyos ingresos provienen principalmente del cobro coactivo de impuestos. La riqueza de los individuos que forman parte de esa organización criminal, y de aquellos que se benefician de él, es el resultado directo del empobrecimiento de aquella parte de la población que paga los impuestos. Una vez recogida la riqueza por parte del Estado, aquella tiene que ser gastada en algo. Por un lado, se entrega parte de la confiscación a los políticos y burócratas que conforman la organización, como una compensación monetaria por su participación. Por otro lado, se gasta en subsidios directos a la población y en la producción de bienes públicos —aquellos bienes que se ha prohibido producir al mercado—.
La lucha de clases que presenciamos, explotando como un volcán, es entre los receptores y los pagadores netos de impuestos.
En mayor o menor medida, todos los individuos dentro de la jurisdicción de un Estado pagan impuestos de uno u otro tipo, y, en mayor o menor medida, todos se benefician del valor del uso de los bienes públicos y de ciertos subsidios. A aquellos que reciben más en subsidios o en bienes públicos que lo que pagan en impuestos los tendremos por los receptores netos de impuestos; y a aquellos que pagan más impuestos de lo que reciben en bienes públicos y subsidios los tendremos por los pagadores netos de impuestos. Los primeros imponen la vida sobre los segundos.
Los derechos humanos: derechos a la propiedad de los semejantes
La mera existencia de cualquier Estado inicia esta lucha, ya que los que forman parte de aquel viven a costa de la parte de la población que paga los impuestos. Sin embargo, ante la institución jurídica de los derechos humanos, tal lucha se vuelve mucho más manifiesta y superlativa. Esos derechos humanos, particularmente los que suelen denominarse como sociales, económicos y culturales, coinciden con los que se enuncian como derechos fundamentales de segunda generación en la Constitución de este país. A partir de la vigencia de estos, las personas tienen derecho a la salud, a la educación, a la vivienda, al trabajo, a la seguridad social, al deporte, a la cultura, a la expresión artística, etc. Desde ya vemos que se dibuja una mano que se extiende para agarrar algo.
De inmediato sospechamos que, dentro de esta tradición jurídica de los derechos humanos, el determinante de esos derechos es uno extraño. Normalmente, reconocemos nuestros derechos a partir de hechos determinantes muy distintos. Somos dueños de nuestros cuerpos y de los frutos que con su esfuerzo logramos. Nos vemos reflejados en las cosas que hemos producido y, de ahí, tenemos justificación suficiente para excluir —por la fuerza de ser necesario— cualquier uso del objeto de nuestro derecho de propiedad sin nuestro consentimiento. Somos dueños de los resultados de nuestros intercambios voluntarios. Tenemos derecho de propiedad sobre nuestros medios y, así, podemos decidir a qué cursos de acción asignarlos y de cuáles excluirlos.
De inmediato sospechamos que, dentro de esta tradición jurídica de los derechos humanos, el determinante de esos derechos es uno extraño.
Con los derechos humanos, particularmente aquellos que hemos enunciado expresamente, la cosa no es igual. Respecto de aquellos, ciertas necesidades se convierten, por el simple hecho de experimentarse, en derechos —en algo cuyo cumplimiento podemos reclamar por la fuerza—. Son derechos a, no derechos de.
Receta del perpetuo conflicto: necesidades infinitas, medios escasos
Lo curioso con las necesidades —lo sabemos por enseñanza de la economía— es que son subjetivas y son, por ende, infinitas. Hay tantas necesidades como hay individuos, y en cada uno de ellos el deseo no tiene límite. Por el contrario, los medios para satisfacer las necesidades son esencialmente escasos. La vigencia de los derechos humanos es la receta perfecta del perpetuo conflicto, en la medida en que crea dos clases y las enfrenta constantemente. Está en uno de los frentes la vociferante parte de la población que reclama por la fuerza aquello que desea, su derecho a algo; y esto es que se le eduque, que se le dé trabajo, que se le brinden servicios de salud, que se le entretenga. Tienen derecho a los servicios y bienes que los demás han producido y que desean. La satisfacción de estas necesidades no dependerá ya de la pericia en producir en favor de sus semejantes, sino de su efectividad en el uso de la fuerza.
La vigencia de los derechos humanos es la receta perfecta del perpetuo conflicto, en la medida en que crea dos clases y las enfrenta constantemente.
Del otro lado del frente está la otra parte de la población que se rinde ante la amenaza del uso de la fuerza de aquella y, así, entrega parte de los medios sobre los cuales tiene derecho de propiedad para poder satisfacer aquellos deseos. Los derechos humanos de segunda generación son —como su propia forma nos lo anuncia— derechos a la propiedad de los demás sobre sus medios escasos para satisfacer necesidades esencialmente infinitas. Se materializa la pesadilla hobbesiana, en la que el derecho del hombre se extiende hacia todo aquello que desea. El hombre es el lobo para el hombre, constantemente al acecho de los frutos de sus acciones.
Siendo la condición humana lo que es, apenas es esperable que esa parte de la población que hace de los deseos sus derechos se fortalezca y crezca en número y reclamos con el paso del tiempo. Cuando llueve maná del cielo, desaparece el afán de ponerse al servicio de los demás para satisfacer las necesidades propias a partir del intercambio voluntario y del proceso espiritual que es la producción. Se descuenta el futuro y, más que nunca, florece el arrojo al consumo presente. Si las necesidades se han convertido en derechos, ¿por qué poner límite al número de necesidades? ¿Por qué no hacer que cada vez más necesidades sigan la misma suerte y sean exigibles por la fuerza, es decir, que sean derechos? Contestando a estas preguntas es que el catálogo de derechos humanos de segunda generación ha hecho de todo menos encogerse.
Por otro lado, aquella parte de la población que se ve obligada a pagar por esas necesidades, las víctimas de la expropiación sistemática y necesaria para cumplir con los derechos humanos de segunda generación, siendo la condición humana lo que es, se encogerá y, como el Altas, se revelará. Se irá a engrosar las filas de los beneficiarios de los derechos humanos, o se irá adonde no la irriten con reclamos injustificados —donde no sean botín de gobernantes sin cara—. La explosión de la lucha de clases que describimos ha sido determinada por justamente esto: mientras las exigencias detrás de los derechos humanos han crecido, la fuente de riqueza para satisfacerlos se ha reducido.
Mientras las exigencias detrás de los derechos humanos han crecido, la fuente de riqueza para satisfacerlos se ha reducido.
Los gritos del paro en Colombia se dirigen hacia el Estado —monopolista de la violencia— para que acelere e intensifique la expropiación necesaria para satisfacer las necesidades infinitas que se han convertido en derechos, facialmente, humanos. Los derechos humanos institucionalizan la expropiación reclamada por los receptores netos de impuestos, intensificando la tendencia de vivir de la entrega violenta de los frutos del trabajo de los demás, los pagadores netos de impuestos. De seguir así, esta lucha de clases terminará con la mirada confundida del ladrón, resultado de la comprensión de que se ha acabado la fuente del botín, al haberse rebelado y extinguido su dueño.
AVISO IMPORTANTE: El análisis contenido en este artículo es obra exclusiva de su autor. Las aseveraciones realizadas no son necesariamente compartidas ni son la postura oficial de la UFM.